Lo importante es que actuemos en libertad, no que nos tengamos que someter a una sociedad sintonizada.
Imagínense una superficie finita, dividida toda ella en compartimentos. Ahora imaginen que, suspendida sobre esa superficie, hay una enorme cantidad de canicas; millones de canicas, miles de millones. Las canicas tienen unas características propias: pertenecen a un sexo u otro, a tal o cual raza, profesan una religión o no, tienen su propia ideología… Y las dejamos caer sobre esa superficie. ¿Qué ocurrirá? Hay una regularidad estadística, la ley de los grandes números, que dice que la probabilidad real se acercará a la teórica cuando la muestra es lo suficientemente grande. Y en este supuesto se da. De modo que en cada uno de esos compartimentos, “directivos de empresas”, o “ingenieros de la empresa Google”, encontraremos, por ejemplo, una proporción hombres y mujeres muy cercana a la que se da en el mundo. Y así todo.
Sólo que en la realidad, esa correspondencia entre las proporciones de la población y cada uno de los grupos que creamos en la sociedad (empresas, profesiones, representantes políticos, jugadores de baloncesto…) no se da de forma perfecta. Es más, en realidad suelen darse grandes discrepancias. Como en los ingenieros de la compañía Google. Allí, el 80 por ciento de los ingenieros son hombres. ¿Cuál es la razón de que haya esas discrepancias?
La propia Google tiene una idea sobre porqué se da esa situación. Expresada en las palabras de uno de esos ingenieros: “En Google se nos dice con regularidad que los sesgos implícitos y explícitos están frenando a las mujeres en su carrera al liderazgo”. Ese ingeniero, de nombre James D’Amore, no está de acuerdo, y lo ha mostrado en un informe que ha causado un inmenso revuelo, y al que la empresa ha reaccionado despidiéndole.
Google ve las cosas como cualquier organización que asuma el canon de la izquierda. Todo es cultura. Esa cultura es arbitraria e injusta. Lo que tenemos que hacer es reprogramar la cultura e imponer un nuevo canon, y entonces las canicas nos alinearemos con los nuevos códigos, y acabaremos formando una sociedad igualitaria y de progreso.
Esa es una explicación. Otra es que, en realidad, no seamos como canicas, sino que actuemos de forma consciente, que nuestro comportamiento no sea perfectamente moldeable, y que ni nuestras inclinaciones ni nuestros intereses coincidan con la réplica de la distribución por grupos de la sociedad. Este es el debate que ha planteado James D’Amore.
A un lado del ring está la “tabla rasa” de John Locke”, la visión del hombre como una masa inerte, y que sólo va adquiriendo forma según van recayendo sobre ella las impresiones de la vida. Esta visión de la persona como un puño de plastilina ha desembocado en lo que Thomas Sowell ha llamado “la visión de los ungidos”: Si las personas somos inconsistentes y moldeables, se pueden crear personas al servicio de un propósito (la idea del “hombre nuevo”), y por esa vía se puede moldear a su vez la sociedad. El hombre no es un fín en sí mismo, como proponía Kant, sino una palanca para “cambiar el mundo”. La cultura, por otro lado, es tan arbitraria como el hombre, y se puede cambiar a voluntad. Y es eso lo único que hace falta: voluntad, y un caudillo bienintencionado que nos la imponga a todos por nuestro propio bien.
La tabla rasa es una idea totalitaria. Lenin, de cuya macabra obra se cumple este año un siglo, entró en el marxismo de la mano de Gregori Plejanov, quien a su vez dedicó uno de sus ensayos en la historia del materialismo a Helvetius. Éste filósofo fue quien se dio cuenta de que si Locke tenía razón, la educación era el instrumento ideal para crear al hombre nuevo. Google ha contribuido con un granito de arena a este totalitarismo despidiendo al autor del informe, y diciendo que ellos respetan la diversidad de ideas, pero siempre que esas ideas sean las mismas que defiende la empresa.
Al otro lado del ring está la impresión, que gracias a la ciencia es ya constatación, de que nuestro comportamiento es más animal de lo que queremos reconocer. Que lo que queremos y lo que nos dicen los genes no están tan cerca como para que seamos esclavos del ADN, pero tampoco son desconocidos. La psicología evolucionista ha rescatado la disciplina del alma del mundo de las sombras, y la ha llevado al terreno del conocimiento, de la episteme, del saber.
Y a esto es a lo que ha apelado D’Amore en su artículo; a la ciencia. Y eso es lo que Google ha rechazado: la organización sistemática del saber que nos ha permitido elevar nuestra civilización y crear maravillas como la propia Google.
D’Amore no niega que haya “prejuicios” que condicionen de forma desigual a hombres y mujeres. Lo que dice es que no es lo único que está en juego. Y saca el apero de la psicología evolucionista para decir que hay ciertas diferencias (en el terreno de los grandes números, no de los individuos uno a uno), entre hombres y mujeres. Son diferencias que se constatan en sociedades muy distintas, y que tienen relevancia práctica, y que explican que “las mujeres prefieren trabajar en actividades sociales o artísticas”, y los hombres en ámbitos como la ingeniería. Por ejemplo, que las mujeres están más interesadas que los hombres en las personas y los hombres más que las mujeres en los procesos y las relaciones entre objetos. De este modo, no sólo no somos canicas, sino que tenemos un comportamiento, en general (y esto lo recalca D’Amore en su texto), condicionado por el hecho de ser hombre o mujer.
Y si partimos de esa realidad y dejamos que cada uno actúe libremente según sus preferencias, lo que ocurrirá es exactamente lo que pasa, que el soplo de los genes se verá reflejado en cómo nos repartimos el mundo. Yo creo que lo importante es que actuemos todos en libertad, no que nos tengamos que someter a una sociedad sintonizada; una sociedad fractal en la que cada parte se parezca al todo.