En su opinión, la actitud de los bancos nos está sumergiendo en un círculo vicioso: los bancos están viendo repuntar su morosidad, motivo por el cual cierran el grifo del crédito a la economía, pero sin crédito la economía se ralentiza todavía más, con lo que la morosidad sigue aumentando y el crédito restringiéndose.
Para estos dos economistas la solución está clara: debe ser el Estado, con su potente músculo financiero, quien dé un paso adelante en esta coyuntura crítica y vuelva a expandir el crédito hacia la economía. De esta manera, pasaremos del círculo vicioso al círculo virtuoso: más crédito significará más crecimiento económico, menor morosidad, balances bancarios más saneados y mayor crédito y crecimiento.
En economía las relaciones automáticas, desligadas de su sustrato teleológico, no suelen tener ninguna relevancia. Lo que importa no es tanto la cantidad del crédito en la economía como su calidad. Si el Estado presta masivamente dinero a las empresas para que acometan proyectos fallidos, difícilmente superaremos la crisis por mucho que se haya abierto el chorro del crédito.
Aunque las críticas que se pueden hacer a la propuesta de regresar a la banca pública son muy numerosas (y en otras ocasiones ya he apuntado algunas), uno de los fallos esenciales de sus proponentes podría parecer una mera cuestión léxica, pero que esconde un trasfondo mucho más profundo: la banca no concede crédito, sino que reconoce crédito.
¿Qué implicaciones tiene esta simple matización de verbo? Es un error considerar que la banca crea por sí misma la capacidad para financiar los proyectos productivos. La inversión procede siempre del ahorro de las familias y de las empresas: son estos agentes económicos los que generan la capacidad para conceder créditos. La misión de la banca, por el contrario, es reconocer crédito. Es decir, asignar ese ahorro de las familias y de las empresas a aquellos acreedores lo suficientemente solventes como para devolverlo con intereses.
La banca, por consiguiente, de lo que debería encargarse es de discriminar los proyectos buenos de los proyectos malos y asignar el ahorro escaso hacia los primeros. El problema económico ahora mismo no es que la banca esté restringiendo deliberadamente la oferta de crédito, sino que la demanda solvente del mismo se está desplomando. Si las empresas están quebrando y los familias quedando desempleadas, ¿en qué sentido podemos decir que serán capaces de devolver el ahorro que se les preste?
Si forzamos a que los bancos presten sin tener en cuenta la solvencia de sus deudores, volveremos a reproducir las condiciones que han generado la crisis actual, pero lo haremos en un momento donde la salud de los bancos está mucho más debilitada. ¿Acaso queremos abocarlos a una nueva quiebra para que el Gobierno pueda justificar una nueva lluvia de millones para rescatarlos?
Poco cambia la cosa si quien presta es el Estado, porque un mal proyecto es malo con independencia de la fuente de financiación. Si se crea una banca pública que compense con nuestros impuestos los impagos de los deudores insolventes, sólo estaremos echando dinero bueno sobre dinero malo, empeorando todavía más la salud de nuestra economía y la bases sobre las que edificar la recuperación.
Lo que hace falta no es más crédito, sino más ahorro y más proyectos rentables que financiar. Para lo primero, el Estado puede reducir el gasto público y los impuestos. Para lo segundo, hay que dejar que se ajusten los precios de los activos y liberalizar los mercados de factores productivos, especialmente el de trabajo, el energético y el de transportes.
Pero las voces autorizadas de Gómez Navarro y Villarreal parecen indicar que el Gobierno va justo en la dirección contraria. Extender más crédito –esta vez forzoso– a proyectos que han dejado de ser rentables y dificultar tanto como pueda los ajustes del mercado. Qué reconfortante.