En el número 55 de La Ilustración Liberal Luis del Pino publicó un muy interesante artículo titulado, muy descriptivamente, "La benevolencia del panadero, la paradoja de Braess y los límites del liberalismo". El propósito de Luis era demostrar que la búsqueda del interés propio dentro de un mercado libre no siempre conduce a un equilibrio estable que sea óptimo para todas las partes, de manera que, en tales casos, se abriría una pequeña rendija para que el Estado interviniera en la economía, mejorando los resultados que los propios agentes consiguen por su cuenta y riesgo. O, dicho de otro modo, la mano invisible de Adam Smith no siempre logra que la agregación del interés individual conduzca al interés social.
La prueba que nos ofrece Luis es lo que se ha venido a conocer como la Paradoja de Braess: bajo ciertas condiciones, si existen tres rutas para llegar a un mismo punto, los agentes terminarán redistribuyéndose entre las tres de manera que alcanzarán más tarde su destino que si sólo existieran dos rutas. Por consiguiente (primer non sequitur importante), en esa situación convendría que un inteligente planificador central cerrara una de las tres vías y forzara a los agentes a que eligieran sólo entre dos. Por consiguiente (segundo non sequitur de relieve), en tales casos el Estado será superior al mercado. En adelante, voy a asumir que el lector se ha empapado del muy claramente expuesto artículo de Luis, pues desarrollaré mis argumentos sin volver a exponer con detalle la Paradoja de Braess.
Como decía, el razonamiento de Luis a partir de la paradoja de Braess adolece de dos errores. El primero es rápido de exponer: que la coacción estatal pudiera ser más eficiente que la libertad de mercado no hace necesariamente preferible la coacción a la libertad. Todos podemos pensar en circunstancias donde las restricciones a la libertad no estarían en absoluto justificadas por ganancias de eficiencia estrechamente entendidas. Por ejemplo, supongamos que se ponen a la venta demasiados periódicos, el ciudadano se ve saturado por la diversidad de cabeceras y opta por no comprar ninguno; en cambio, si sólo se ofertaran dos rotativos, sí podría escoger entre ambos. Las similitudes de este caso con las tres rutas que terminan retrasando a los conductores son evidentes: entonces, ¿por qué no toleraríamos que el Estado escogiera qué dos únicos periódicos podrían publicarse y, en cambio, sí permitiríamos que el Estado determinara el trazado de las carreteras? No digo que no pueda haber argumentos para aprobar un caso y rechazar el otro, pero, desde luego, una mejora de eficiencia no implica en cualquier caso una restricción justificada de nuestras libertades.
Mas, obviamente, hasta aquí la respuesta peca de incompleta: sí, la libertad en algunos casos no es utilitariamente superior a la coacción estatal, ¿no socava ello la causa liberal? Y aquí es donde entra el segundonon sequitur de Luis: de la Paradoja de Braess no se sigue en absoluto que la planificación estatal sea más eficiente que un mercado libre.
La eficiencia de los mercados
El resultado final de la Paradoja de Braess descrita por Luis es el siguiente: si circulan 100 automóviles por las tres posibles rutas (ABD, ABCD, ACD), el tiempo que tardarán todos los conductores en llegar a su destino es de 3,75 horas; si, en cambio, la conexión BC se cierra (sólo quedan disponibles las rutas ABD y ACD), el tiempo se reduce a 3,5 horas para todos. Lo grave del asunto es que, como decíamos, aparentemente no hay incentivos dentro de un mercado libre para cerrar la conexión BC: su presencia es un equilibrio Nash ante el que nadie tiene incentivos para moverse (cualquier conductor individual que desee cambiar de ruta sólo se retrasará todavía más). ¿Es aquí el intervencionismo ingenieril preferible al libre mercado?
El primer error, desde la óptica de la eficiencia estática, es asumir que sólo el Estado puede tomar la decisión de cerrar una carretera. Luis adopta la hipótesis no explicitada de que las carreteras son propiedad estatal, y en tal caso es evidente que sólo el Estado (en cuanto dueño de las carreteras) puede tomar la decisión ingenieril de cerrar una ruta para minimizar los tiempos de llegada (aunque no es tan evidente que vaya a tomarla… en cuanto abandonamos el planteamiento buenista de una política romántica y no corruptible). Pero ¿es que acaso no existen ingenieros en el sector privado? ¿Es que acaso no existe la planificación técnica en el mercado? ¿Es que un propietario privado de estas tres carreteras (o diversos propietarios en competencia) no tendrían los mismos incentivos que el Estado para cerrar (o no construir) la conexión BC? Si una red de carreteras puede llegar a la misma conclusión ingenieril que un planificador político (y claro que puede), deja de ser obvio por qué la planificación coactiva de las carreteras es preferible a la libre competencia. Lejos de fijarnos en las decisiones que toman los consumidores (los conductores), es necesario plantearse qué decisiones toman los productores pensando en el bienestar de los consumidores (la coordinación es bidireccional).
Pero si todo se circunscribiera a este matiz, podríamos concluir como mucho que el Estado es tan bueno como el mercado. Si todo fuera una cuestión de planificación técnica, tan eficiente sería un sistema como el otro: no habría motivo alguno para preferir el mercado al Estado (o viceversa). Mas aquí llegamos al error central de la tesis de Luis: el adoptar una visión meramente estática de la eficiencia hasta el punto de reducirla a un problema ingenieril y no económico. La eficiencia realmente importante en economía es la eficiencia dinámica, esto es, la adaptabilidad coordinadora ante los cambios de un sistema: lo que Nassim Taleb ha denominado recientemente antifragilidad. La cuestión, por tanto, debe ser: ¿qué sistema es más dinámicamente eficiente (antifrágil)? ¿El sistema estatal de carreteras o el sistema privado de carreteras?
Bajo los supuestos de partida que adopta Luis, con una cantidad de conductores y de carreteras dado, en efecto sólo existe una solución técnicamente eficiente, por lo que aparentemente serían equivalentes. Pero ni siquiera ahí existe una única solución económicamente eficiente: dado que las vías poseen distintas calidades (unas viejas, otras modernas, unas amplias, otras estrechas…), también poseerán distintos costes, y quizá la solución final sea cerrar (o no llegar a abrir) vías distintas a la que permiten minimizar el tiempo de transporte. Al cabo, ¿por qué hemos de minimizar el tiempo de transporte y no la cantidad de alquitrán, pintura, guardias de tráfico o señales de tráfico inmovilizadas? Simplemente, no sabemos cuál es la opción más eficiente desde un punto de vista económico: para ello necesitamos de precios de mercado para los factores productivos (costes) y de precios de mercado para el valor que atribuyen los conductores a viajar por las distintas vías (ingresos). Es lo que Mises llamó teorema de la imposibilidad del cálculo económico bajo el socialismo: un problema del que adolece el Estado, sobre todo si no adopta carreteras de peaje, en cuyo caso no habría mucha justificación para que remplazase a la empresa privada.
Pero la cuestión se vuelve realmente interesante cuando asumimos que las condiciones de partida no están dadas: en tal caso, ni siquiera existe una única solución técnicamente óptima. Por ejemplo, ¿qué sucede si el número de vehículos que quieren llegar a destino se reduce algunos días de 100 a 40? Pues que entonces la solución óptima (que además seráequilibrio Nash) deja de ser que los vehículos se distribuyan entre las rutas ABD y ACD para que, en cambio, circulen todos por la ruta ABCD: pero, oh sorpresa, la interconexión BC acaba de ser cerrada por nuestro planificador ingenieril alegando que daba lugar a soluciones subóptimas. ¿Y qué sucede, en cambio, si el número de vehículos aumenta de 100 a 200? Pues que ningún conductor escogerá la ruta ABCD, sino que todos se repartirán espontáneamente entre las rutas ABD y ACD sin necesidad de que ningún planificador cierre la conexión BC: al aumentar la escala de usuarios, la solución tiende sin más al óptimo social que deseaba planificarse centralizadamente (es lo que se ha llamado sabiduría de las masas). ¿Y qué pasa si, además, asumimos que es posible construir una carretera AD que te lleve a destino en 1,5 horas o una conexión CB que permita distribuir los flujos de vehículos entre ABD y ACD equitativamente? Pues que, en ambos casos, los conductores llegarían por sí solos a un equilibrio Nash –que sería el óptimo– sin necesidad de planes centralizados.
Con toda esta retahíla de contraejemplos no quiero dar a entender que el problema que plantea Luis sea un caso extremo y poco probable de laboratorio (que bajo esos supuestos desde luego que lo es, pero podrían darse otras muchas paradojas de Braess variando también los supuestos de partida). Mi propósito es otro: plantear que técnicamente la conexión BC no es siempre completamente inútil (sirve para minimizar el tiempo de trayecto cuando el flujo de vehículos se reduce significativamente; es decir, las redundancias a veces son útiles) y que existen alternativas técnicas igual de válidas como construir nuevas rutas AE o CB. Pero –y esto es lo relevante– que sean alternativas técnicas viables no significa que lo sean desde un punto de vista económico. ¿Nos conviene mantener abierta la conexión BC sólo porque dos días a la semana el flujo de vehículos caiga y nos ahorremos unos cuantos minutos de trayecto? ¿Nos conviene construir una nueva carretera AE o CB para ahorrar tiempo o para facilitar la coordinación espontánea de los conductores? No existen respuestas ingenieriles a estas preguntas porque son preguntas económicas, que requieren integrar en nuestro análisis la idea de precios de mercado y de rentabilidades relativas: construir y abrir sólo dos días a la semana la conexión BC o instalar permanentemente la ruta AE y cerrar todas las demás puede serrentable… si los conductores valoran lo suficiente su tiempo en relación con los costes de oportunidad que acarrean.
¿Qué sistema –el Estado o el mercado– es el que permite una adaptabilidad coordinadora más veloz ante los cambios del entorno? Claramente, un sistema donde existan precios de mercado (para que las pérdidas y ganancias cosechadas expulsen a los proveedores que yerran) y donde haya libertad de entrada (para poder desbancar los malos planes de negocio). Y ese sistema se llama libre mercado, no planificación estatal. Por consiguiente, el ejemplo planteado por Luis no nos lleva a abrazar el intervencionismo estatal desde el punto de vista del utilitarismo, sino el libre mercado.
Mercados e instituciones
Sería injusto terminar transmitiendo la impresión de que toda la crítica planteada por Luis del Pino a los enemigos del intervencionismo estatal es una crítica contra la regulación óptima de las carreteras. No, la Paradoja de Braess planteada por Luis pretende ser una ilustración de un problema mucho más general que ciertamente puede darse en un mercado libre: que la búsqueda individual del interés propio (planificación descentralizada) conduzca a equilibrios Nash subóptimos y que existan acciones colectivas (planificaciones centraliza) que mejoren su bienestar.
Pero también sería injusto transmitir la idea de que el libre mercado sólo es capaz de solventar la Paradoja de Braess en el campo de las carreteras. La cuestión de fondo es si un mercado libre puede articular acciones colectivas que desbanquen un equilibrio Nash subóptimo: y sí puede, porque dentro de los mercados libres también cabe la acción colectiva voluntaria, articulada de muy distintas formas (empresas, propiedad comunal, negociación colectiva, costumbre, etc.), que podríamos agrupar sintéticamente bajo la etiqueta de instituciones privadas (o espontáneas, por seguir a Hayek). Las instituciones –que no son estáticas, sino que se adaptan para maximizar el bienestar conjunto de las partes– son el instrumento que permite que no caigamos enequilibrios Nash claramente subóptimos como guerras, sobreexplotación de recursos, externalidades negativas masivas, etc.
La crítica que realmente dirigen los liberales contra el intervencionismo estatal no es que la acción individual egoísta siempre sea superior a la acción colectiva, sino que la voluntariedad (propiedad privada y contratos) es ética y utilitariamente superior a la coacción (intervencionismo estatal). Y esto no constituye una paradoja, sino una muy básica intuición moral de carácter universal.