Inquieta imaginar qué decisiones tomarían si controlaran el monopolio estatal de la violencia.
Un club, una asociación o una empresa tiene completo derecho a regular sus criterios de admisión y de afiliación: es decir, tiene pleno derecho a establecer sus propias normas internas (estatutos) acerca de cómo deben comportarse quienes deseen formar parte de ella. Acaso un caso paradigmático del ejercicio de este derecho básico sean las religiones: una determinada comunidad de creyentes puede pactar cuáles son los dogmas y los ritos fundamentales de su fe hasta el punto de ‘excomulgar’ a aquellos de sus feligreses que, tanto en público como en privado, se los salten.
En este mismo sentido, una empresa privada como Twitter, organizadora y gestora de una de las mayores redes sociales del planeta, también tiene absoluto derecho a determinar cuáles son las normas internas que regulan la convivencia entre sus usuarios. Y, como es obvio, cualquier criterio que adopte tendrá beneficiarios y perjudicados: una manga ancha total para que los usuarios se amenacen, se insulten, se acosen o se bombardeen con mentiras entre sí tendería a atraer a este tipo de ‘cibermatones’ a Twitter y a repeler por tanto a personas que busquen una interacción más educada, calmada y argumentada. Por el contrario, un conjunto de normas que exigiera un comportamiento absolutamente exquisito, tanto en las formas como en el fondo ideológico de los mensajes, terminaría expulsando de Twitter a muchos usuarios valiosos que no fueran capaces de cumplir a rajatabla y en todo momento con las normas de ‘netiqueta’.
En suma, cualquier regulación que oscile entre la ley de la selva y el ordeno y mando castrense concitará el aplauso de algunos y el rechazo de otros. No existe una regla interna perfecta que vaya a satisfacer los intereses de todos. Y, por eso, no corresponde hablar propiamente de censura cuando a un usuario se le suspende la cuenta por incumplir las normas internas de Twitter. La censura es una vulneración de nuestro derecho a la libertad de expresión y, en este caso, no existe ningún derecho a expresarnos dentro de Twitter al margen de las normas que establece la propia red social y que libremente hemos aceptado al unirnos (o permanecer) en ella.
Ahora bien, que Twitter tenga derecho a fijar sus normas de convivencia internas no significa que esas normas no puedan ser criticadas ni, tampoco, que no puedan ser instrumentadas para lograr objetivos contrarios al propio espíritu de esas normas. Si, por ejemplo, las reglas internas son absurdas, chapuceras o fácilmente manejables, entonces convendrá ponerlo públicamente de manifiesto para intentar que Twitter recapacite. Asimismo, si hay usuarios que utilizan abusivamente las normas para acallar a otros usuarios, también habrá que denunciarlo, pues ahí sí cabrá hablar propiamente de censura: esto es, de una vulneración del derecho a expresarse en Twitter sin que realmente se hayan vulnerado las reglas internas de esa red social. Eso es justamente lo que sucedió el pasado miércoles con la suspensión de la cuenta de María Blanco (@Godivaciones).
María Blanco es una conocida pensadora y activista liberal española. Cualquiera que la conozca sabrá que tanto las formas como el fondo de sus alocuciones son ponderadas y jamás vejatorias. Se podrá estar de acuerdo o no con ella, pero no se le podrán reprochar actitudes violentas o difamatorias. Pues bien, hace unos días María relató un caso que había acabado de vivir como profesora de universidad: apenas horas antes de un examen anunciado tiempo ha, sus alumnos le comunicaron que no iban a realizarlo porque habían decidido sumarse a una “huelga contra el machismo en las aulas” (con el más que probable propósito de retrasar la celebración de una prueba para la que no habían estudiado), pero María decidió mantener la fecha y la hora del examen.
El tuit de María en el que relataba este caso se convirtió en viral y rápidamente atrajo a hordas de biempensantes ofendidos que la acusaron de ser cómplice del machismo, del patriarcado o de la represión del derecho fundamental a la huelga. Desbarres argumentativos pero, en todo caso, totalmente esperables en Twitter: si uno coloca en un foro público sus pensamientos o experiencias es porque asume que otros los leerán y acaso los valorarán. Sin embargo, la intolerancia de algunos tuiteros fue tal que buscaron formas de trampear las reglas de Twitter para conseguir la suspensión de la cuenta de María.
En concreto: como Twitter carece de una plantilla de trabajadores suficientemente voluminosa como para fiscalizar uno a uno los miles de millones de tuits existentes, pide que sean los usuarios quienes reporten aquellos tuits que violen las normas de la comunidad. Pero, como a su vez carece de una plantilla suficiente como para analizar los millones de tuits denunciados, establece un algoritmo que analizaautomáticamente si ese tuit tiene apariencia de incumplir las normas. El algoritmo está lejos de emular la sofisticación de una inteligencia humana y, por eso, tiende a fallar más que una escopeta de feria: por ejemplo, si un amigo le espeta a otro por Twitter un “te voy a matar”, eso no implica necesariamente que lo esté amenazando de muerte, pero su algoritmo sí llegará a esa errónea conclusión dado que el tuit habrá sido denunciado antes por una inteligencia humana (o por varias, en caso de múltiples denuncias) que, dentro de su contexto, sí lo habrá juzgado como amenazante.
El sistema funcionaría bastante bien si los usuarios actuaran de buena fe y se limitaran a reportar tuits sobre los que existen sospechas razonables de violar las reglas. Pero no todos los usuarios actúan de buena fe: aquellos que no toleran la libertad de expresión y las diferencias ideológicas pueden organizarse (y de hecho se organizan) para explotar los agujeros de este sistema, denunciando tuits que contengan alguna palabra ‘prohibida’ y que, en consecuencia, hagan saltar el algoritmo aun cuando cualquier inteligencia humana sea consciente, por el contexto, de que se trata de un mensaje del todo compatible con las normas de la red social. En el caso de María, este comando de la censura logró inicialmente provocar una suspensión permanente de su cuenta por unas existentes amenazas a otro tuitero: es decir, trampearon el algoritmo para acallarla.
Por fortuna, Twitter cuenta con un mecanismo de revisión humana de estos casos conflictivos (siempre que el usuario afectado se tome la molestia de contactarles y redactar una apelación) y, al final, muchas de estas injusticias terminan subsanándose. En el caso de María, su cuenta ha sido restablecida en menos de 24 horas. Con todo, este mecanismo de corrección de errores ‘a posteriori’ no deja de generar daños al afectado que permanecen sin compensación: se le priva temporalmente de su cuenta, se le somete a la incertidumbre de saber si podrá recuperarla y se le impone la carga de que articule su defensa si quiere regresar a la red social. Pensar y expresarse libremente en Twitter va volviéndose, pues, cada vez más gravoso por la existencia del comando de la censura.
¿Qué lecciones deberíamos extraer de todo ello?
Primero, Twitter debería replantearse su sistema de verificación del cumplimento de sus normas: un sistema que descansa sobre una hipótesis falsa —a saber, que los denunciantes lo hacen siempre de buena fe y no se organizan para promover la censura de determinados usuarios que les incomodan— es un sistema condenado a funcionar mal. Como poco, la empresa tendría que pensar en incorporar un sistema de sanciones contra aquellas denuncias grotescamente tramposas (como ya sucede en la mayoría de sistemas penales contra las denuncias falsas). En todo caso, esta reflexión es algo que le corresponde efectuar a la propia compañía: si no se esfuerza por solventar los problemas de uso de su red social, poco a poco irá perdiendo brillo y usuarios.
Mucho más relevante es la segunda reflexión: en nuestra sociedad subsisten sujetos profundamente intolerantes y liberticidas que no dudan en organizarse para reprimir la libertad de expresión de aquellos que les molestan. Todos debemos permanecer muy vigilantes ante estos aspirantes a dictadorzuelos para, por un lado, no dejar dentro de nuestros sistemas normativos ningún resquicio que puedan instrumentar para dar rienda suelta a sus ansias censoras y para, por otro, evitar que lleguen a controlar los principales resortes del poder del Estado. Inquieta imaginar qué decisiones tomarían si controlaran el monopolio estatal de la violencia.