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CNMV: genéticamente política

Publicado en El Confidencial

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La mejor solución pasa por avanzar hacia una supervisión que emerja del propio mercado y no que venga caprichosamente impuesta por el no supervisado Estado.

Los organismos reguladores como la CNMV o la CNMC son burocracias que pretenden controlar y administrar el capitalismo en función de criterios presuntamente objetivos: la ciencia ha descubierto ciertos “fallos de mercado” (como la información asimétrica o la tendencia a la oligopolización de ciertos sectores) que hacen imprescindible la intervención correctora del Estado. Por supuesto, tal diagnóstico no está libre de disensos ni sobre el alcance real de tales presuntos fallos de mercado (no toda concentración empresarial es necesariamente negativa siempre que, por ejemplo, se respete la libertad de entrada de nuevas compañías) ni en la variedad de alternativas realmente disponibles para solucionarlos (la información asimétrica en el ámbito financiero también podría solventarse con una red competitiva de asesores y supervisores privados con reputación y buena praxis): pero el Estado prefiere tirar por la calle de en medio e imponer aquella supuesta receta para estos supuestos problemas que mejor se ajusta a sus intereses, a saber, la burocratización estatal del control de ciertos mercados.

Sin embargo, aun cuando la CNMV o la CNMC constituyeran abstractamente soluciones reales para problemas reales, resulta muy ingenuo pensar que, en la práctica, también lo serán. A la postre, tales burocracias están compuestas por seres humanos cuyo comportamiento, especialmente dentro de ciertos ámbitos de decisiones, también puede estar expuesto a sesgos, errores e incentivos perversos que los lleven a distorsionar los mercados de un modo bastante más gravoso que aquel que originalmente pretendían solucionar. Los fallos del mercado existen, sí, pero los fallos del Estado también y en muchas ocasiones son bastante peores (pues no solventan los problemas originarios y crean otros nuevos).

Un potencial fallo del Estado en el funcionamiento de estos órganos supervisores es que los burócratas que los ocupan se vean investidos de una potestad extraordinaria que utilicen para amasar privilegios en favor de amigos, familiares o grupos de presión. La CNMV, por ejemplo, posee un gigantesco poder para decidir qué empresas operen o se financian en los mercados financieros. A su vez, la CNMC puede prohibir fusiones o adquisiciones entre empresas o penalizar legítimos planes de negocio que repute anticompetitivos.

Precisamente, con el propósito de minimizar el riesgo de tal abuso de poder, algunos partidos —muy notablemente, Ciudadanos— llevan meses reclamando una despolitización de los organismos reguladores. Y, al parecer, tal búsqueda de despolitización es la que explicaría la no renovación de Elvira Rodríguez al frente a la CNMV. Pero es igualmente ilusorio pensar que el organismo quedará libre de influencia política por excluir a antiguos políticos y que los nuevos técnicos carecerán de ideología, afinidades o aspiraciones políticas que condicionen sus decisiones. Al final, el modelo de regulación y supervisión centralizada de los mercados está condenado a fallar por depender de las limitaciones cognitivas y de las más hondas pasiones de quienes los controlan —ya sea la casta política, la casta burocrática o la casta académica—. La mejor solución, aunque no por ello infalible, pasa por avanzar hacia una supervisión más descentralizada, abierta y autocrítica: una supervisión que emerja del propio mercado y no que venga caprichosamente impuesta por el no supervisado Estado.

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