El sitio más propicio es la Guyana francesa, una colonia escasamente poblada de 90.000 km2 y apenas 260.000 habitantes, que languidece entre Brasil y Surinam.
A fines del 2015 una dolorosa foto dio la vuelta al mundo. Era la del cadáver del niño de tres años Aylán Kurdi. Se había ahogado en el Mediterráneo, mientras su familia trataba de llegar a Grecia. Era una pequeña criatura siria de etnia kurda. Su cuerpecito intacto, como si dormitara, había sido gentilmente depositado en una playa turca por el efecto de las olas. Todavía no estaba descompuesto. Los peces, extrañamente, no lo habían mordisqueado.
El impacto de la imagen duró poco tiempo. La guerra en Siria es terrible. Ha provocado cinco millones de refugiados. La mitad de ellos están en Turquía. Hay cientos de miles en Jordania y el Líbano. Muchos, como la familia Kurdi, querían llegar a Europa como paso previo en el trayecto a Canadá.
Eso se entiende. Europa y Canadá son ricas, especialmente desde la perspectiva de quien huye de la metralla y las bombas, y no hay campamentos permanentes de refugiados. La ley y la costumbre no permiten la creación de esos guetos herméticos y sin esperanzas formados por mugrientas tiendas de campaña.
Pero la verdad es que una parte sustancial de las sociedades europeas no quiere a los refugiados y se niega a recibir la cuota que les ha asignado Bruselas al dictado de Alemania. Son muchos, tienen costumbres diferentes, hablan una lengua distinta y practican una religión –la islámica– que asusta a muchas personas, porque en el nombre de Alá y de su profeta Mahoma algunos terroristas de origen árabe han perpetrado crímenes horrendos en varias ciudades europeas.
¿Qué hacer? La riada de exiliados sirios, iraquíes, libios y otros magrebíes está provocando el desmembramiento de Europa y el surgimiento de extensos partidos nacionalistas y xenófobos, como el Partido de la Libertad, que estuvo a punto de ganar las recientes elecciones en Austria. Su plataforma era muy sencilla. Como predicaba su líder Norbert Hofer: no al multiculturalismo, no a los refugiados, no al islamismo, sí al nacionalismo austriaco y al pangermanismo.
Francia no es inmune al fenómeno de esa bomba migratoria. Cada acto terrorista que realizan los islamistas, y cada refugiado árabe que se instala en el país, genera una reacción de simpatía por el Frente Nacional de Marine Le Pen, que tanto se le parece al Partido de la Libertad de los austriacos. Es muy posible que esa formación política, que ya obtuvo siete millones de votos en el 2015, gane los próximos comicios en Francia.
Insisto en la pregunta: ¿qué hacer? Lo primero, por supuesto, es atender a las víctimas de la guerra. Existe la obligación moral de proteger a quienes huyen de las matanzas o de las catástrofes. Cuando estamos en presencia de un naufragio, la prioridad es auxiliar a los supervivientes. Por olvidar ese principio, seis millones de judíos, medio millón de gitanos y decenas de miles de homosexuales fueron exterminados por los nazis en los años cuarenta del siglo pasado.
Pero lo segundo es actuar de manera tal que los salvadores no se inmolen durante su acto solidario. ¿Cómo? Quizás el país europeo que tiene mejores posibilidades de aliviar el problema es Francia. Tendría que crear, con el auxilio económico de la Unión Europea, un Estado-Refugio, en el que los exiliados pudieran radicarse.
¿Dónde? El sitio más propicio es la Guyana francesa, una colonia escasamente poblada de 90.000 km2 y apenas 260.000 habitantes, que languidece entre Brasil y Surinam. Ese Estado-Refugio, creado y administrado por Francia, sin duda sería generosamente financiado por las grandes economías europeas, que verían en el sitio la manera de solucionar uno de sus más acuciantes conflictos y un destino al que trasladar a los inmigrantes no deseados.
Si la Unión Europea, con el auxilio de la OTAN, o al revés, deshizo Yugoslavia y creó y sostiene Kosovo, ¿por qué no pensar en dar una solución colegiada al problema de los refugiados?
¿Que es muy difícil? Por supuesto, como fue difícil la creación del Estado de Israel, el desarrollo admirable de Hong Kong o la llegada e instalación de dos millones de refugiados en Taiwán tras la derrota de Chiang Kai Chek y del Kuomintang en 1948. Ninguna operación de esa envergadura es sencilla.
¿Y los franco-guyaneses? Son pocos. Está al alcance del bolsillo europeo persuadirlos e incentivarlos económicamente. Muchos entenderán que especializarse en dotar de una nueva vida a los refugiados es una tarea honrosa, y creo que la mayor parte vería una oportunidad dorada de prosperar con las fuentes de trabajo que se abrirían en poco tiempo.
En todo caso, algo hay que hacer antes de que se rompa la convivencia europea. Ésta no es una solución perfecta, pero, por ahora, me parece la menos mala.