Si hay una idea económica realmente perdurable es que el consumo es una bendición macroeconómica, porque fomenta el crecimiento. Leí hace un tiempo esta declaración de Enrique Sánchez, presidente de Adecco España, en ABC: “Es necesario bajar los impuestos para estimular el consumo”. Hace poco, y a propósito de la subida del salario mínimo, nuestros sindicatos salieron en tromba a defender la medida, argumentando, cómo no, que si los salarios suben lo hará también el consumo, y, por tanto, la economía y el empleo.
Al revés de lo que se piensa, el sentido común sí es el más común de los sentidos, y no está mal que lo sea. En numerosas circunstancias de la vida, el sentido común, es decir, los conocimientos y creencias compartidos y valorados en una comunidad, es una base razonable y prudente para conducirnos en nuestros quehaceres cotidianos.
En cambio, cuando se trata de abordar cuestiones complejas, el sentido común no siempre resulta útil, y a menudo distorsiona la realidad y dificulta nuestra comprensión de la misma. Los seres humanos debieron quebrantar reiteradamente el sentido común para darse cuenta de que la Tierra no es plana, ni está quieta.
Algo parecido sucede en economía, porque a primera vista resulta evidente que si consumimos más, beneficiamos a quienes venden bienes y servicios, y de esa forma incentivamos la contratación de más empleados que produzcan dichos bienes y servicios.
Es curioso que se mantenga esta idea, cuando una y otra vez la realidad nos demuestra que es falsa. Lo que sucede es que esa realidad es tan traumática que bloquea la reflexión. Me refiero, claro está, a las crisis. Antes de la actual, en la que aún estamos inmersos, la última que padecimos, a partir de 2007, fue tan profunda que rara vez se piensa en lo que pasó justo antes del estallido. Y lo que pasó fue un dinamismo espectacular de la demanda. En España y en muchos otros países se consumía y se invertía muchísimo antes de 2007, y, sin embargo, nos hundimos en una crisis tremenda.
Si vamos más allá del sentido común, observaremos que la realidad es más complicada de lo que parece, y que el empleo no depende directa y sencillamente del consumo, sino de la inversión correcta del capital de las personas, que es algo muy diferente.
Rindamos un justo homenaje a uno de los primeros economistas que reflexionaron correctamente sobre este difícil asunto. En 1848, en sus Principios de Economía Política, John Stuart Mill presentó así su famosa cuarta proposición sobre el capital:
Lo que sostiene y emplea al trabajo productivo es el capital invertido en su contratación y ocupación, y no la demanda de quienes compran el producto terminado del trabajo. La demanda de mercancías no es demanda de trabajo.