Pablo Casado ha destituido a Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz del Grupo Popular en el Congreso. Las razones de Casado son muy graves: le ha hecho saber a la diputada por Barcelona que su partido no libra batallas culturales, algo que es estrictamente falso. Como señala Federico Jiménez Losantos, “el PP siempre entra en las batallas culturales. Lo que pasa es que, para no darlas, lo hace al lado de la Izquierda”. Lo grave es que esa recriminación parta de Casado. Aún recuerdo aquél discurso de Pablo Casado en el 14 Congreso Regional del PP de Madrid. Entonces hablaba con descaro contra la izquierda, no se sometía a sus dictados. Entonces le daba la vuelta al 68 para reivindicar el 89. “No caemos en la corrección política. Llamamos a las cosas por su nombre. Y no vamos a permitir ni una lección de la izquierda”. Corrección política es lo que le ha aplicado a Cayetana Álvarez de Toledo. Y las lecciones de la izquierda ya no las acepta el Partido Popular, porque las ha asumido todas. Yo me imagino que Pablo Casado se avergonzará, si ve ese vídeo. Lo que no sé es si de él Casado de entonces, o del de ahora.
Esta decisión política ha suscitado reacciones muy interesantes. No me refiero, claro está, al torrente de elogios con los que los periodistas quieren ahogar todo lo bueno que aún haya en el Partido Popular, que eso va en el sueldo. Me refiero a la reflexión de que Cayetana debe asumir que es una pieza más del engranaje de su partido, y que debe por tanto lealtad al mismo. Creo que es honrado señalar que un diputado ha de tener la inteligencia y la voluntad de un engranaje, en un sistema político como el actual. Es lo que se exige de los diputados este pseudoparlamento: que suspendan todo pensamiento propio. Pero me parece poco ambicioso. Aferrarse a los engranajes, sí, de un sistema que lamina la inteligencia y encumbra la mediocridad da la idea de hasta qué punto muchos han tirado la toalla, o han caído en uno de los innúmeros pecados del periodismo, que es el cinismo.
No se diga que toda la operación no es congruente. Cayetana Álvarez de Toledo le habla a los españoles como si fueran adultos. Apela a la razón, y esgrime los ideales de justicia, libertad e igualdad con un meditado apasionamiento. Su voz es el dibujo de un pensamiento, y éste es el depósito de lo mejor de nuestra tradición política. No se ha sustituído por un pensamiento alternativo, sino por alguien que no pasaría el test de Turing.
Vaya, si lo ha explicado el propio Pablo Casado: “Un partido no puede pretender que una sociedad se parezca a él por mucha razón que tenga. Lo que debe hacer es parecerse lo más posible a la sociedad y caminar junto a ella para mejorar su vida y para ir conquistando espacio para nuestras ideas desde los gobiernos”. Un partido se llama así porque representa a parte de la sociedad, no a toda ella. Pero Casado no quiere mimetizarse con esa parte de la sociedad a la que representa, sino con la sociedad toda, arrastrada hacia la izquierda por una confluencia de empresarios, organismos internacionales, medios de comunicación, políticos y votantes, que se reirían de estas palabras de Casado si no le atendiesen con una minucioso y cuidado desprecio. ¡Qué brusca y desabrida rectificación la de Casado! Hace diez años, quizá hace uno, Pablo habría pensado que lo que hay que hacer es dialogar con la sociedad en nombre de media España para salvarla toda. Pero ¡quiá!
La destitución de Cayetana Álvarez de Toledo supone aparcar, o expulsar definitivamente, un proyecto político interesante. Cayetana ha zaherido tres manifestaciones distintas de la ideología identitaria en España: El nacionalismo, el feminismo, y el populismo de derechas.
El nacionalismo no es el amor por la propia comunidad, ni es el intento de crear una comunidad política donde no la hay, como muchos piensan en España. Es una ideología que anula al individuo y lo subsume en la comunidad, sobre la que se proyectan un conjunto de valores esencialistas. A ellos se debe cada uno de los ciudadanos, y el que no los asuma se convierte en un mal alemán, catalán, vasco, y demás.
El tardofeminismo, o el totalitarismo de tercera ola, como también se le puede llamar, también anula a la persona. “Ante todo, mujer”, decía uno de los lemas cucos de la manifestación del 8M. Las personas están definidas por infinidad de características, comunes unas, propias las más de ellas, y juntas hacen de cada individuo un ser único, y por tanto radicalmente digno. El tardofeminismo disuelve a la persona, y sobre ese vacío coloca el cartel “mujer”, que no es una cualidad del individuo (hay mujeres con pene), sino una etiqueta política, que lleva aparejado un discurso identitario. Es un feminismo que degrada a la persona, y la convierte en un instrumento para la lucha política, para el ejercicio del poder.
Una de las declaraciones más chocantes de Cayetana Álvarez de Toledo es la que dice: “Vox no es un partido de derechas. Se parece más a la izquierda”. Yo así lo creo. Como el Partido Popular, Vox se ha mimetizado con la izquierda. Pero no en el punto de llegada (la sociedad perfectamente igualitaria en el pensamiento, con clones progresistas como trasuntos de ciudadanos que el PP parece buscar para España), sino en el método. Vox es la derecha identitaria que yo critiqué ya en 2018.
Tres cabezas de la hidra identitaria que hay que cortar con un discurso basado en la libertad y la igualdad ante la ley. Un discurso que hoy no tiene voz en el Congreso.