Hacer huelga es fundamentalmente incumplir unilateralmente un deber de prestar un servicio pactado previamente en un contrato laboral. El huelguista no sólo merece no recibir su salario de ese día: además debería pagar daños y perjuicios por las pérdidas que cause por negarse a cumplir con su deber, y su empleador tendría derecho a rescindir el contrato por incumplimiento de la otra parte.
Promover una huelga general es fomentar la violación de contratos a escala masiva. Si el positivismo jurídico es intelectualmente lamentable, en el ámbito de las relaciones laborales los presuntos expertos son especialmente patéticos a la hora de intentar justificar la legislación laboral intervencionista con los tópicos trillados de siempre: la eterna tontería de que el trabajador es la parte débil que necesita ser protegido hasta de sí mismo, que no se le puede dejar llegar a acuerdos libres por su cuenta y que se le debe dar el derecho de fastidiar con una huelga de vez en cuando a sus empleadores.
Las huelgas se hacen para hacer daño a alguien, para causar algún perjuicio o mostrar la capacidad de hacerlo y así poder amenazar y exigir algo a costa de otros. Generalmente es contra los empresarios, esos presuntos explotadores malvados que siempre parecen encontrarse en posición de dominio sobre los pobres y débiles empleados: o al menos así los ven quienes resentidos, vagos o incompetentes varios, carecen por completo de espíritu empresarial, son incapaces de organizar a grupos de personas en proyectos productivos y no hacen gran cosa aparte de escaquearse y quejarse de quienes les dan trabajo y un sueldo.
Con la huelga general los sindicatos, esas organizaciones apesebradas y de ideologías completamente desnortadas, tratan de mostrar los dientes al Gobierno para hacer patente su desacuerdo con alguna política: les molesta especialmente que se liberalicen, aunque sea tímidamente, las relaciones laborales, ya que eso implica una disminución de su poder de intromisión en las vidas ajenas, que al fin y al cabo es esencialmente de lo que viven (además de cobrar ingentes cantidades de dinero poco fiscalizadas por dar cursos de presunta formación a las hordas de parados que son sus rehenes).
Mediante la huelga general los sindicatos intentan hacer daño a todos parando el país. Pretenden que la gente no pueda acudir a su trabajo (paralizando los medios de transporte, impidiendo el acceso a fábricas y oficinas) o que no disponga de medios para realizarlo (cortando los canales de abastecimiento): esa inactividad la ven como un triunfo, como una expresión de que la población los apoya; son así de necios.
Como parece que no han tenido suficiente tiempo desde la convocatoria de la huelga hace varios meses para transmitir su mensaje y convencer a la gente para que los apoye, necesitan recurrir en el día clave a los piquetes "informativos" para ayudar a los dubitativos a decidirse. Estos piquetes aseguran no ser violentos, naturalmente salvo que alguien los provoque ignorándolos, llevándoles la contraria o cayendo en la bajeza moral de ser un esquirol.
Es interesante comparar una huelga general, presuntamente un ejercicio de práctica impecablemente democrática, con unas elecciones, con su derecho a votar o no votar: imagínense si los abstencionistas decidieran no respetar la jornada de reflexión, bloquearan el transporte y los accesos a los colegios electorales o amedrentaran y tacharan de traidores a los votantes.
Naturalmente que la huelga es un derecho constitucional, lo cual refleja el ínfimo nivel ético de las constituciones que consagran estos pseudoderechos destructivos e ilegítimos.