El capitalismo no inmuniza contra tales sucesos, sólo va logrando que cada vez sean menos trágicos y que aquello que hace dos siglos hubiese supuesto una muerte inevitable hoy sea un bache, todo lo desagradable que se quiera pero bache. Y, claro, se hace difícil no valorar positivamente las iniciativas destinadas a luchar contra ese tipo de desgracias y contratiempos.
Las clases adineradas siempre han sentido cierta responsabilidad hacia los que tienen menos. Dejemos hablar al sociólogo Edward Banfield, en su conocida obra The Unheavenly City:
Las clases altas consideran que la comunidad (o la sociedad) tiene sus propios objetivos y es capaz de diseñar su futuro. Piensan que es responsabilidad suya servir a la sociedad para lograr que mejore; probablemente porque, como tienen una visión a muy largo plazo, sienten un interés directo en que la sociedad sea mejor en el futuro. En cualquier circunstancia, suelen ser muy activas en asociaciones destinadas a promover el bien público y sentir una fuerte inclinación (no siempre traducida en hechos) a contribuir con tiempo, dinero y esfuerzo a las causas nobles.
No es difícil darse cuenta de que el Estado del Bienestar no es más que una institucionalización y estatalización de esos sentimientos privados. Pero resulta que el Estado del Bienestar no es un buen sustituto de la filantropía privada. No ya porque haya degenerado en una bestia de siete cabezas y diez cuernos, cebada por una explotada clase media –en vez de por la alta burguesía que promovió su creación–, sino porque los objetivos de uno y otra son bien distintos. La filantropía pretende ayudar al caído en desgracia a superar sus dificultades; el Estado del Bienestar pone en marcha servicios que cubren a todos los individuos, con independencia de que los necesiten o demanden o puedan o no pagarlos. La filantropía privada tiene incentivos para no alenar el parasitismo y, en cambio, hacer las veces de red que frene las bruscas caídas libres; el Estado del Bienestar, por el contrario, fomenta el clientelismo y quiere a la gente dependiente.
Los controles que suelen caracterizar a la caridad privada se transforman en una suerte de barra libre –piensen en los derechos universales– cuando anda el Estado del Bienestar de por medio, que acaba siendo productor, director, empresario y filántropo a la vez. Un absurdo que pagamos con unos servicios malos y caros; con una sanidad, una educación y unas pensiones que no sirven a los ciudadanos, sino que convierten a éstos en siervos.
De ahí que sea urgente desmontar el Estado del Malestar, sustituirlo por empresas privadas en competencia y por la filantropía privada. Es posible que alguno objete que los ricos no estarían dispuestos a entregar parte de sus fortunas a la caridad, y que, por consiguiente, las necesidades de muchos ciudadanos quedarían insatisfechas. Sin embargo, el argumento es harto dudoso, pues el mercado logra abaratar continuamente los medios necesarios para desarrollar la filantropía (de modo que con una cantidad igual de riqueza pueden prestarse un mayor número de servicios); y además existe la pulsión natural (mezcla de instinto y de interés personal) a ayudar a los miembros más desfavorecidos (sobre todo, en ausencia de un programa público destinado a cumplir esa función).
En este sentido, la noticia de que el matrimonio Gates está convenciendo a numerosos multimillonarios –Warren Buffett, David Rockfeller, Ted Turner, George Lucas o Larry Ellison– para que donen a la filantropía privada la mitad de sus riquezas –iniciativa The Giving Pledge– debería ser recibida como una buena nueva, por cuanto tiene de espaldarazo a nuestras tesis. Pero no. Me niego.
Ni qué decir tiene que soy partidario de que cada cual pueda gastar su dinero como lo desee; por eso, entre otros motivos, abogo por desmontar el Estado intervencionista. Pero eso no significa que tenga que considerar que cualquier desembolso, por irracional que sea, va a cumplir con sus pretendidos objetivos. Al cabo, lo que se está respaldando con la iniciativa de los Gates no es la vuelta a una filantropía privada racional, sino la generación de un Estado del Bienestar privado paralelo al público… y con sus mismos vicios.
En primer lugar, me molesta profundamente la idea anticapitalista que subyace a esta iniciativa: los ricos se han aprovechado de la sociedad y deben devolverle parte de lo que le han quitado. Los hijos de los ricos no tienen ningún derecho a heredar semejantes fortunas. La distancia que media entre estas ideas precientíficas y una propuesta legislativa que eleve al 50% el impuesto de sucesiones y donaciones resulta, por desgracia, demasiado corta. Ahí está el caso de Warren Buffett, que no sólo quiere donar su fortuna a la caridad, sino que todos los demás ricos se vean forzados a hacerlo.
Incluso sin recurrir al poder político, esa manera de ver las cosas es una garantía de la disolución de las grandes dinastías y, por tanto, de desacumulación de capital. Los ricos no son ricos porque posean una gran cantidad de bienes de consumo susceptibles de ser repartidos entre los pobres, sino porque son propietarios de grandes empresas, tremendamente eficientes, que se encargan de producir lo que los consumidores van demandando. Si ceden la mitad de su patrimonio a la caridad, o bien desarticulan sus empresas o las colocan en manos de gente que previsiblemente no sabrá dirigirlas con el objetivo de generar riqueza; es decir, liquidarían y destruirían medios de producción empleados para satisfacer necesidades de consumo presentes. Algo así como si decidiéramos comernos la caña de pescar en lugar de seguir utilizándola para capturar peces.
Tomemos el ejemplo de Warren Buffett. Probablemente sea el mejor arbitrajista bursátil de la historia. Es la persona más capacitada para corregir los precios de mercado de las empresas (de sus acciones) para que transmitan una información más fidedigna de la realidad y permitan minimizar los errores asociados a la asignación de capital. ¿En qué sentido la donación de la mitad de su cartera de acciones a la filantropía contribuirá al mejor desempeño de tan esencial misión? En ninguno. Del mismo modo que donar la mitad de Microsoft a una fundación caritativa sólo servirá, a medio plazo, para fragmentar la compañía o para imponerle objetivos que no tendrán demasiado que ver con aquello que realmente sabe hacer; es decir, se le impedirá crear riqueza.
Por otro lado, la idea de que si los ricos donan la mitad de sus fortunas a la caridad el mundo será un lugar con muchos menos pobres es harto discutible. Salvo casos muy excepcionales, la pobreza se debe a decisiones y caracteres personales o a un marco institucional inadecuado. Destinar miles de millones de dólares a promover el desarrollo está casi tan condenado al fracaso como lo ha estado durante décadas la ayuda exterior de los Estados. Los países subdesarrollados no necesitan ser inundados con bienes de consumo, sino ser capaces de producirlos; para ello, necesitan contar con unas instituciones favorables a la propiedad privada y las empresas.
La filantropía sólo será útil en los países ricos si se le somete a un continuo escrutinio. Se trata de evitar abusos y de que los receptores cumplan con unos objetivos que, además, deben estar en consonancia con las circunstancias (en especial, en una sociedad como la occidental, donde la tecnología revoluciona cada pocos años el modo de vida). Si no queremos reproducir la burocratización del Estado del Bienestar en las fundaciones privadas, sus gestores deberán estar sometidos a la amenaza de la retirada de fondos si no cumplen su cometido.
The Giving Pledge es un proyecto megafilantrópico que, como le sucede al Estado del Bienestar, parte del error de no adjudicar un espacio muy limitado a la ayuda voluntaria. Los seres humanos se coordinan a través del sistema de precios para maximizar la producción de los bienes económicos que mejoran su bienestar. El resto de mecanismos de creación de riqueza –la caridad o las intervenciones públicas– debería tener un espacio residual, pues no son ni pueden ser la norma en órdenes amplios y complejos en los que intervienen miles de millones de personas.
Los multimillonarios deberían dedicarse a hacer lo que mejor saben: montar empresas fabulosas de software y hardware, arbitrar los precios del sistema financiero, mantener y ampliar la cobertura de los medios de comunicación, producir películas… Si lo desean, pueden hacer un sitio en sus vidas a la filantropía, pero ésta no debe comerse la mitad de sus bienes. Especialmente si, por causas institucionales, no puede ser eficiente.
No lograrán avances significativos en la lucha contra la pobreza, algo que corresponde al sistema de producción de libre mercado, y en cambio sí malograrán sus proyectos empresariales, que sirven para procurar bienestar a la humanidad. Ojalá se deshagan de sus prejuicios anticapitalistas.