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Corea del Norte: no hay buenas opciones

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Una Corea democrática, unificada o no, es una pesadilla para Pekin.

Donald Trump ha lanzado 59 misiles tomahawk contra una base militar en Siria en la que, horas antes, había numerosos soldados rusos. Es la respuesta de su Administración al ataque perpetrado por el régimen de Bachar Al Assad con armas químicas. No van a tomar nuevas medidas, de modo que, en principio, el bombardeo es sólo un mensaje. O puede que más de uno. Vladimir Putin puede darse por enterado. Pero puede que no sea el único. El botón se apretó cuando el presidente de China, Xi Jinping, cenaba con Trump. Le estaba demostrando que es capaz de actuar de forma preventiva, y que no necesita el concurso de nadie (ni el Congreso, ni la ONU, ni nadie) para adoptar esas medidas.

El principal motivo de la presencia del dirigente asiático en los Estados Unidos es la situación en Corea del Norte, que Washington ha prometido poner “bajo control”. Trump presiona a China tanto en materia comercial como con el régimen de Pyonyang. Había dicho, en una entrevista con el diario The Financial Times: “Si China no va a solucionar Corea del Norte, nosotros lo haremos. Eso es todo lo que tengo que decir”. Pero su discurso se ha topado con la realidad política e histórica.

De modo que estamos entre el discurso de Rex Tillerson, secretario de Estado de los Estados Unidos, que reconoce que las dos décadas de política de desarme de Corea del Norte han sido un fracaso, y su pretensión de que nos abocamos al momento decisivo, y el poder del business as usual. Sólo que en la historia no hay situaciones definitivas: incluso cuando todo sigue igual todo sigue cambiando.

Este conflicto también muestra las simas y las montañas de la personalidad de Donald Trump. Durante los debates con Hillary Clinton, lo que más me preocupó es que Trump no se los preparaba. Y con un amplio equipo de asesores republicanos anegándole en papeles y datos me dio la impresión de que Trump es de los que desprecia a los expertos, o incluso les da lecciones en su propio ámbito de estudio. Recientemente, en unas palabras concedidas al diario The Wall Street Journal en las que se refería a una conversación con el presidente de China, Xi Jinping, Trump reconoció: “Después de escuchar durante diez minutos, me dí cuenta de que no es tan fácil”. Jinping le resumió la relación de su país con Corea del Norte y su reciente historia. Nada que cualquier experto de la Casa Blanca no le hubiera podido contar. Si se fía de su criterio más que del de la inteligencia de los Estados Unidos, si cambia de criterio sobre un conflicto de esta envergadura tras diez minutos de conversación con un líder extranjero, tenemos un problema.

Otra cosa que estamos observando es que Trump, que apostaba por una política exterior de cariz político e ideológico (Rudi Giuliani fue su primera opción como secretario de Estado, estudió fichar a John Bolton, decidió el fallido nombramiento de Michael Flynn, colocó a Steve Bannon en el Consejo de Seguridad Nacional), recala ahora en un staff más profesional; más convencional. Un cambio que hemos visto con la reciente degradación de Bannon.

Donald Trump le ha ordenado al general H. R. McMaster que elabore un plan de ataque a Corea del Norte. La Casa Blanca dice que “no hay evidencia” de que Corea del Norte tenga armamento nuclear operativo, lo cual no es ninguna novedad. Pero lo relevante no es eso, sino que haya evidencia de que no lo tiene, o no la haya. Por el momento, ha desplazado a la flota de ataque Carl Vinson a la península de Corea. Transporta más de 60 aviones y más de 5.000 personas. Tiene la capacidad de interceptar misiles balísticos.

Tillerson ha declarado que sus intenciones respecto de Corea del Norte pasan por asegurarse de que siga careciendo de armamento nuclear, no provocar un cambio de régimen. Pero en cualquier guerra, y más contra un Estado tan extremo como este, no se pueden controlar los resultados. Es más, estamos en una situación en la que ya, cuando lo que se cruzan las distintas partes son sólo palabras y no misiles, tenemos que considerar que la situación podría complicarse por varios caminos posibles. Uno, que Pyonyang entienda, incluso de forma equivocada, que los Estados Unidos van a lanzar un ataque preventivo; un ataque que Tillerson no ha descartado. Dos, que la situación se estanque durante meses, o años, con amenazas y pruebas balísticas constantes por parte de Corea del Norte. Si esto fuera así, el régimen humillaría a Donald Trump y, por extensión, a los Estados Unidos, pues el presidente ha prometido que pondrá la situación bajo control. Una tercera opción, dentro de las posibles pero menos probable, es el desplome del propio régimen. Es una opción especialmente peligrosa, porque quien posea el botón nuclear podrá lanzar una guerra como medio para asegurar el poder. Como ha dicho un ex embajador de los Estados Unidos en Pyongyang, no hay opciones buenas en este campo.

El régimen comunista sigue su curso. Un informe auspiciado por Naciones Unidas señala que el país está de nuevo al borde de una hambruna, pero eso no le impresiona a sus dirigentes. Tampoco las sanciones de los Estados Unidos sobre el régimen. Otra cosa es lo que haga China. Más del 90 por ciento del comercio del régimen lo realiza con su poderoso vecino. Sólo China puede estrangular Pyongyang. Recientemente ha lanzado misiles al mar de Japón. Y según un reciente informe, mantiene la actividad en una nave de producción de plutonio.

En definitiva, más allá de la retórica del presidente Trump, la situación no ha cambiado esencialmente, y sigue siendo cierto que el único modo de influir en el régimen monárquico comunista de los Kim es por medio de China. Pero China tiene interés en mantener al régimen. Por un lado, porque tiene al guiñol norcoreano, manejado por ella, haciendo el papel de malo y condicionando la política de los Estados Unidos. Por otro, porque un régimen en descomposición es un peligro para todos, y también para China. Y, por último, porque una Corea democrática, unificada o no, es una pesadilla para Pekin.

Estamos en una situación en la que sólo una crisis de consecuencias potencialmente catastróficas puede cambiar de verdad la situación.

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