Las empresas cuentan con el alma de la economía: proyectos productivos que, cuando se lleven a cabo, satisfarán los deseos más apremiantes de los consumidores y en cuya producción se utilizarán recursos robados a otros proyectos que no son tan urgentes. La diferencia entre los ingresos que vienen de cumplir esos deseos y los costes por haber puesto a su servicio ciertos factores productivos es el beneficio.
Pero para llevarlos a término necesitan capital. El ahorro se canaliza por los bancos hacia las empresas, que pujan por llevárselo e incorporarlo a sus proyectos. El precio que surge de ese mercado del capital es el tipo de interés. Solo que, ¡ay!, ese precio está manipulado por los mecanismos más complejos y sutiles que quepa imaginar por una institución relativamente reciente llamada banco central. También contribuye el sistema bancario que presta como si fuera capital lo que no lo es: depósitos y activos líquidos, cuya maduración no se corresponde con un proyecto a largo plazo.
El resultado es un interés más bajo que el que hubiera fijado el mercado. La señal indica que hay mucho capital ahorrado para invertir, pero no es más que un señuelo. En realidad no hay tanto ahorro para todos los proyectos puestos en marcha. En verdad, hay hipotecas que jamás se tendrían que haber concedido. Lo cierto es que prestar a largo plazo activos líquidos es un fraude de proporciones estelares.
Llega la crisis de liquidez, cuando todas las alarmas saltan y la realidad nos estalla en la cara. Para no afrontarla, BCE y Fed vuelven a abrir la espita. Pero llegará un punto en que tengan que elegir entre una inflación desbocada o permitir que se liquiden los malos proyectos. Entonces llegará la gran crisis.