Buena parte de la respuesta ya la adelantamos la semana pasada. Según legisla la directiva 2001/83/CE, la publicidad de medicamentos está prohibida en la UE para aquellos que se expenden con receta, así como para los fármacos que los estados reembolsan total o parcialmente. El argumento que esgrime el poder político para mantener tal prohibición es el de proteger al paciente de la publicidad engañosa en que pudieran incurrir las compañías farmacéuticas.
No es de extrañar que los ciudadanos traguen con la prohibición de la publicidad de los medicamentos, pese a sus devastadores efectos: por ejemplo, que las personas no lleguen nunca a conocer la utilidad de un fármaco y, por tanto, no lo empleen para su propio bien, o que se queden en el camino numerosas innovaciones tecnológicas, o que los pacientes deban soportar precios más altos y menos competencia en el mercado, todo lo cual acaba costando múltiples vidas. A fin de cuentas, lo de la publicidad engañosa, cuyos conflictos ya se ocupa de dirimir la justicia, es casi lo único que llega a sus oídos, y presumen que las medidas políticas de nuestros representantes están tomadas con la mejor de las intenciones. Pero, cierto es, hay amores que matan.
La publicidad, definida como el establecimiento de "una comunicación impersonal y orientada al público sobre un producto u organización", es en realidad sólo una de las partes que integran toda la política de comunicación que desarrolla una compañía para proporcionar información valiosa a sus clientes, empleados o accionistas.
Ahora bien, imaginémonos un mundo sin publicidad, sin medios de comunicación, sin manera de informar sobre las cualidades que atesora un bien o una idea. La calidad de vida de los ciudadanos se vería menoscabada: sin transportes, sin internet, sin los ordenadores, sin agua corriente, sin luz, sin tantas cosas. Desconoceríamos la existencia de bienes útiles, a la par que dejarían de producirse bienes innovadores, al no compensar la inversión en algo que no llega a casi nadie.
Aparte de a la acción de los políticos, buena parte de la mala prensa de la publicidad es atribuible a un buen número de intelectuales, cuyas reflexiones se ofrecen con unos niveles de toxicidad extremadamente peligrosos para los humanos. No deja de ser irónico que ellos, que emplean como herramienta de trabajo el teclado, la palabra, echen pestes contra la publicidad.
¿Quién, si no ellos, debería defender la libertad de información? Ellos mismos se venden continuamente, en televisión, radio, prensa, saraos, exposiciones, presentaciones… Ellos, como marca y producto a la vez, ¿no son conscientes de que, si la gente no supiera quién escribe los libros, y de qué tratan, no venderían un solo libro? Quizá saben muy bien qué es la publicidad engañosa. Piensa el ladrón que todos son de su condición…
La opinión del economista neokeynesiano John Kenneth Galbraith sobre la publicidad es ampliamente conocida por publicitada. Paradójicamente, le revuelve las entrañas. Así, afirma en un reciente libro que "la creencia en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra época". "La verdad es que nadie [ni siquiera él, añadimos nosotros] intenta vender nada sin procurar también dirigir y controlar su respuesta".
Yendo un poco más allá de sus palabras, sacaríamos la conclusión de que el concepto que tiene de sus congéneres es muy bajo; les atribuye un nivel intelectual insignificante frente al suyo propio, que, como bien se sabe, es abracadabrante. La gente es tonta, ilusa e incapaz de elegir bien; "elegir bien" consiste en elegir lo que diga John Kenneth Galbraith.
Ludwig von Mises, quizás el autor más conocido de la Escuela Austríaca de Economía junto con Friedrich A. Hayek, desarrollaría un planteamiento totalmente opuesto. Así, rescataría el término, acuñado por W. H. Hutt, "soberanía del consumidor" para mostrar cómo se toman las decisiones de producción en una sociedad con recursos escasos. Mientras los autores socialistas consideran que la burguesía domina y dirige las decisiones de los demás individuos, Mises afirma:
"Los capitalistas o empresarios llevan el timón del barco, pero son los consumidores los que les dan las órdenes, los que capitanean el navío. Ellos son los verdaderos jefes. A través de su poder de compra o su abstención, deciden hacia dónde se dirige el capital. Determinan qué debería ser producido, y en qué cantidad y calidad. Ellos convierten a hombres pobres en ricos y a hombres ricos en pobres. No son jefes fáciles, son impredecibles, llenos de caprichos. No les importan los méritos pasados. En cuanto algo en el mercado les gusta más o es más económico, abandonan a sus anteriores proveedores".
Los críticos de la publicidad muestran, además, una enorme estrechez de miras al presumir que la única finalidad de aquélla es promocionar un bien a un público objetivo para que éste lo compre. Las implicaciones de la publicidad van mucho más allá. Afectan de lleno a todo el proceso industrial, desde el lanzamiento de innovaciones a la rentabilidad de una línea de producción.
La industria farmacéutica vuelve a ofrecernos ejemplos muy clarificadores de los efectos demoledores de las trabas a la publicidad. El precio final de un medicamento depende del periodo que se necesita para recuperar la inversión realizada en todo el ciclo de vida del producto: la fase de investigación y autorización, el lanzamiento del producto y lo que éste perdure en el mercado.
La propia naturaleza del sector farmacéutico provoca que, necesariamente, estos procesos tiendan a extenderse. Si a la larga fase de investigación y desarrollo y a la fuerte burocracia que implica su aprobación se une el hecho de que se está impidiendo dar a conocer al público un producto en el momento de su salida al mercado, los consumidores estarán ciegos a su existencia y finalidad y las remesas del mismo acumularán polvo en los estantes de las farmacias.
Cada año, cada mes, cada día que pasa engordan los costes financieros (los intereses) que soporta la compañía. Se hace necesario elevar los precios para atender estas cargas. Como no todos los fármacos son igualmente vendibles cuando se eleva su precio, aquellos que no alcancen una cuota de mercado suficiente simplemente no llegarán a desarrollarse. Los recursos que podrían utilizarse para paliar males o salvar nuevas vidas se acaban empleando en cualquier otra actividad menos intervenida y en la que ni la publicidad ni la rentabilidad sean miradas con recelo.
Es precisamente donde no existe publicidad donde decrece la competencia y aumentan los precios. Sin publicidad, la guía de consumo de los individuos reside en la experiencia propia o en la de los más allegados. Este escenario refuerza la posición dominante de las empresas ya establecidas frente a nuevos proyectos. Las primeras tienen mayor asentamiento y notoriedad en el mercado y disponen de un colchón financiero mayor para realizar nuevos proyectos de inversión y, en su caso, aguantar con los beneficios de otros productos ya maduros en el mercado. En cambio, las empresas nacientes, sin valerse de la publicidad, se verán abocadas al fracaso, entre otras razones, por la eternización de los plazos de retorno de la inversión o porque habrán de fijar precios menos competitivos.
Así, la prohibición de la información y la publicidad de los medicamentos no sólo tiene graves consecuencias sobre la salud pública en el presente, sino que causa un perjuicio irreparable sobre la calidad de los medicamentos con que podremos contar en el futuro.