La legislación sobre esta cuestión en sus términos modernos tiene su origen en la Francia de mediados del siglo XIX, si bien existen antecedentes. Así, el copyright se comienza a reconocer en Inglaterra a mediados del siglo XVII y los primeros monopolios de explotación sobre una obra intelectual son todavía más antiguos. El primero lo concede el Gobierno de Venecia a Pietro di Ravena sobre su obra Fénix en 1491. Esta fórmula se extiende a otros países en las primeras décadas del siglo XVI. Siempre se trataba, por tanto, de un privilegio que concedía el monarca a alguien de su agrado para ayudarle a incrementar su patrimonio personal.
Enseguida, y a pesar de que estas patente diferían profundamente de las leyes modernas, comienza la oposición a la llamada propiedad intelectual. Y aparece precisamente en tierras españolas, de la mano de un grupo de hombres cuya aportación al pensamiento de la humanidad es fundamental y su influencia perdura todavía en terrenos como la economía o el derecho: la Escuela de Salamanca. Sus miembros, que defendían los derechos morales de los autores, se oponían a la propiedad intelectual con el argumento de que los privilegios reales no eran equiparables a una forma de propiedad, puesto que no eran posibles sin la intervención del monarca (ahora el Estado), ni existía lo que ahora llamaríamos escasez de los bienes.
Efectivamente, el concepto de propiedad se fundamenta en que es un bien escaso. Por escasez no queremos decir que haya pocos ejemplares de ese bien. Hacemos referencia a que si una persona lo usa o consume, no puede usarlo o consumirlo otro. Si una persona se come una manzana, otra no puede comerme esa misma manzana. Así, el bien manzana es escaso y existe la propiedad. Con las canciones o el texto de un libro no pasa lo mismo. Si cualquiera canta una canción otro también puedo hacerlo, y si el primero copia el texto de un libro en un cuaderno, el segundo también puede hacerlo. De esta manera, no existe escasez ni, por tanto propiedad privada.
Donde sí existe la propiedad es en el soporte en el que está grabada esa canción o impreso ese texto. Al limitar su uso, al no permitir que se copien o que se distribuya su contenido, la legislación ataca la propiedad que cualquiera tiene sobre esos bienes físicos que ha adquirido. Y no sólo la de esos, también la de los DVD vírgenes, ordenadores, folios en blanco y muchos otros soportes o aparatos que permiten copiar o reproducir contenidos. Si tanto aman los gobernantes a los artistas, que les financien con su dinero. Como hace cuatro siglos y medio, la propiedad intelectual es una farsa con independencia de si la tecnología es una imprenta o un servidor web.