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Defensa de la libertad y de España

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Temo es que esa nueva creación será más lesiva para las libertades que la mano muerta del Estado español.

Ha creado Juan Ramón Rallo cierto revuelo con su defensa de la secesión de Cataluña. Rallo ha echado sal a una herida abierta; contribuye a curarla, sí, pero duele. Duele tener que plantearse que los secesionistas puedan tener razón, pero si esta herida necesita algo es zaherir el discurso político con un verdadero debate de ideas. Es lo que ha hecho el autor. Lleva años haciéndolo, pero ha vuelto a plantear la cuestión en un artículo en El Confidencial, y con su última palabra nos quedamos. Vamos al debate. No soy el único. Roberto Centeno lo ha intentado, pero ha hecho lo que ha podido y ha soltado un exabrupto.

Rallo tiene toda la razón y está totalmente equivocado, e igual se sube a una roca inexpugnable que da un salto al vacío. Su análisis es correcto, en parte, pero es también insuficiente o está mal planteado. El núcleo de la cuestión es la comunidad política. ¿Qué es? ¿En qué consiste? ¿A qué obliga? ¿Cuál es el papel del individuo en la misma?

Rallo recurre al concepto de nación, que es puro veneno. La nación es una construcción ideológica, una ficción que cubre el Sauron de las ideas políticas, que es la soberanía nacional. La idea de que hay una voluntad común, articulada por los dirigentes políticos, y residida en el Estado como en un altar, ha ido reptando por los siglos hasta alcanzar el cetro en la república de las ideas. No hay voluntades comunes, el sistema político no puede articularlas y el Estado es un instrumento para el juego de la política, que consiste en que unos roban a los demás y se reparten el botín entre ellos y el propio Estado. Así como el marxismo se ha revestido de ciencia o el Islam de religión de paz, la soberanía nacional se presenta disfrazada de su opuesto: como un agente liberador. Por instinto, Juan Ramón Rallo rechaza la nación y a su ideología, y plantea que la comunidad política debe basarse en la voluntad, o al menos el consenso o la aquiescencia de las personas. ¿No decíamos que Rallo tiene toda la razón?

Sólo que para eso hay que recurrir a una idea muy distinta; no la de nación, sino la de patria. Podríamos hablar de ella como el conjunto de instituciones dentro de la comunidad política, como el poso histórico de generaciones de vida en común. Nuestra patria es la realidad histórica de España, es la referencia que nos define como sociedad. Es lo que entra dentro de los lindes cuando hablamos de “nosotros”; es lo que somos porque es lo que son nuestros padres y fueron los suyos y serán nuestros hijos.

Es una comunidad, pero no es un club. Como todas las cosas verdaderamente importantes, no tiene un fundador. Lo que tiene es siglos de vida en común. Sus orígenes son trémulos y su historia está inacabada, como toda obra humana, pero tiene la consistencia de la empecinada continuidad en el tiempo. Y, por tanto, no es razonable hablar de España como si fuese un acuerdo recién creado.

Pasa con los países, pasa con las patrias, si se prefiere, lo que ocurre con otras instituciones. Con el derecho, por ejemplo. Con el lenguaje. Son resultado del poso de la interacción de millones de personas durante decenas, centenares de generaciones. La izquierda entiende que la sociedad y sus instituciones son creaciones deliberadas y arbitrarias. Y que por tanto se pueden cambiar a voluntad, y pueden servir de instrumento para sus sangrientos paraísos. No es casualidad que el origen histórico de la izquierda sea la Ilustración, y que fuera entonces cuando se acuñó el concepto de nación. La nación es el rapto de la patria por la política. España es mucho más que una nación; es un país. No es un acuerdo efímero, liviano, arbitrario, no es ni debe ser el terreno de juego de los poderosos. Es la continuidad de nuestra sociedad.

La comunidad política es el ámbito sobre el que oprime el Estado. Rallo y yo seguimos a Herbert Spencer y su “derecho a ignorar al Estado”. Y por supuesto que un país, incluso España, puede romperse. ¡Cuánto ganaríamos si el Estado se descompusiera por falta de adhesión! Sólo que la base del Estado no es la adhesión, claro, sino la fuerza. Si no podemos disolverlo, al menos podríamos romper el Estado por los pies, por el territorio, y dividirlo a base de secesiones. Eso que hemos ganado. Y, en principio, yo no puedo estar más de acuerdo.

Es aquí cuando llegamos al caso de Cataluña. Rallo, y yo, defendemos la secesión cuando un pueblo, ¡una comunidad política, Juan Ramón!, está siendo oprimido y puede organizarse sobre nuevas bases. Chechenia, pongo por ejemplo. Pero en nuestro caso, hay una única comunidad política, que es España. Y si para un número creciente de españoles su país se ha convertido en Goldstein y son tan pequeños que renuncian al todo para replegarse en la parte, no es por la represión política. No es por el robo organizado por el Estado. No es porque tienen cercenados sus derechos personales y buscan nuevas formas de protegerlos.

Es porque el discurso está manipulado por los políticos, en los medios de comunicación, en las escuelas, en todos los ámbitos públicos, al servicio de la falsa idea de que Cataluña es una nación. Han sido modestos y no se han atrevido a considerarla un país, pero sí una nación. Y no necesitamos regresar del futuro pasa saber que el catalán tiene todos los males del nacionalismo. La mentira como discurso. El futuro esplendoroso como señuelo. El poder como maquinaria extractiva. El pueblo como fruta madura. Y el individuo como sospecha. Cataluña está por hacer porque Cataluña es una invención. Es una promesa de felicidad eterna para incautos.

Los nacionalistas temen, con razón, que como mucho pueden crear un nuevo Estado, pero no pueden destruir el país, España. Lo que yo temo es que esa nueva creación será más lesiva para las libertades que la mano muerta del Estado español. Y que, en estas circunstancias, la defensa de la libertad y la de España son la misma.

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