En las últimas tres décadas el destruccionismo ha encontrado un perfecto caldo de cultivo en el movimiento radical ecologista que considera el progreso humano y al propio ser humano como el principal problema ambiental. Desde las propuestas de crisis económicas inducidas (denominadas por ellos mismo políticas de "crecimiento cero") hasta las políticas misantrópicas que promueven la reducción del tamaño de la población con medidas "aparentemente brutales", el movimiento ecologista se ha destacado por luchar contra el ser humano y la mejora de su medio ambiente al tiempo que lanza campañas de marketing en las que se presenta como un movimiento redentor.
En este contexto hay que enmarcar el nuevo informe de Greenpeace en el que la organización se muestra molesto con que el 44% de la población española viva en municipios costeros. A Greenpeace no le gusta que vivamos cerca del mar. Claro que tampoco le gusta que vivamos en las montañas ni cerca de parajes naturales de ningún tipo. Es evidente que a la organización ecologista lo que le gustaría es decirnos dónde y cómo podemos vivir, algo que ya hacen en alguna medida prohibiendo la urbanización de grandes extensiones del territorio y presionando para prohibir multitud de actividades, productos y servicios, así como obligándonos a consumir otros que no nos interesan.
En este nuevo panfleto de la organización también descubrimos que a los guerreros verdes no le gusta el turismo porque habitualmente está relacionado con estancias cerca del litoral y porque, según ellos, tiene una escasa rentabilidad. ¿De qué quieren que vivamos entonces en España? Quizá piense que era mejor dedicarse a la agricultura biológica o a otras actividades subvencionadas. Pero para que vivamos de cuentos verdes alguien tendrá que subvencionarnos con el fruto de producir cosas que la gente quiera realmente. ¿Quién será? No queda claro porque el destruccionismo sólo se ocupa de eso, de destruir a base de prohibiciones lo que funciona sin necesidad de coacción y de prometer un mundo mejor diseñado por un grupo de sabios verdes. No les importa que los españoles hayan preferido la rentabilidad del turismo, por baja que pueda ser su rentabilidad en algunos casos, a sus alternativas ecologistas.
También les molesta que el 60% de las playas estén en entornos urbanizados. Parece que el hecho de que las playas estén a mano y puedan ser disfrutadas por los seres humanos supone un problema para estos autoproclamados defensores del medio ambiente.
La manía de alejar al ser humano de la costa ha echado raíces en los partidos políticos españoles. Hace cinco años la entonces ministra de Medio Ambiente Cristina Narbona ya emprendió una campaña en contra de la mala costumbre de los españoles de querer vivir cerca de la costa y de las playas. Sus discursos coincidieron con la compra de Zapatero de un chalecito a pie de playa en Almería. También en el PP se relacionan de forma extraña con la costa. El ex ministro de Medio Ambiente Jaume Matas disfrutó de su gran casa delante el mar y con una piscina en zona marítimo terrestre mientras su Ministerio se dedicaba a expropiar a quienes disfrutaban de la costa de forma similar.
Dios los cría y ellos se juntan. Políticos y ecologistas radicales intentan gobernar nuestras vidas a toda costa y forman actualmente la coalición destruccionista más peligrosa para la libertad individual.