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‘Domingos rojos’

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La penúltima iniciativa popular –por no decir populista– ideada por el Ejecutivo de Rajoy fue anunciada el pasado viernes por la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría. A partir de ahora, el Estado podrá obligar a los parados que perciban prestación a colaborar en zonas incendiadas. En concreto, según recoge el Real decreto-ley 25/2012 de medidas urgentes para paliar los daños producidos por los incendios forestales y otras catástrofes naturales, publicado el pasado sábado, las "Administraciones Públicas" –Gobierno central, autonomías y ayuntamientos– y las "entidades sin ánimo de lucro" podrán solicitar a los servicios públicos de empleo los parados que precisen para acometer "obras de reparación de los daños causados" en las zonas afectadas.

La medida implica tan sólo a los "perceptores de las prestaciones por desempleo", es decir, a aquellas personas sin trabajo que tienen derecho a cobrar paro hasta un máximo de dos años por haber cotizado previamente. Las condiciones que establece la Ley General de la Seguridad Social (artículo 213.3) para ser llamado a filas son, básicamente, tres: que el trabajo "social" en cuestión sea de "carácter temporal", que la labor coincida con las "aptitudes físicas y formativas" del desempleado y que no suponga un "cambio de residencia habitual" para el trabajador.

Lo primero que llama la atención es que el Gobierno excluya de este particular reclutamiento a todas aquellas personas que, tras agotar su prestación, siguen percibiendo subsidios o ayudas públicas, como los ya famosos 400 euros mensuales. De este modo, el Gobierno acaba de inaugurar en la práctica el trabajo social obligatorio; solo que, a diferencia de lo que ocurre en otros países europeos –como Portugal–, los afectados serán los desempleados que aún tienen derecho a cobrar el paro en lugar de los beneficiarios de ayudas. Aunque no es el modelo idóneo, la prestación se concibió inicialmente como una especie de seguro público, por tanto, no es algo gratuito que otorga el Estado, sino que el contribuyente está obligado a pagar previamente para poder acogerse a él en caso de necesidad.

Por otro lado, la medida es, sin duda, legal, ya que se contempla en el ordenamiento jurídico –pese a que nunca se ha aplicado–, pero marca un precedente que no está exento de riesgos. Y es que muestra a las claras cómo actúa normalmente el poder político, empeñado en corregir los errores y fiascos de la intervención pública con más intervencionismo, lo que a la postre genera nuevos y mayores problemas. Así, lejos de solucionar en alguna medida el brutal desempleo que sufre el país, la instauración del empleo social pone a disposición del Estado a una masa ingente de potenciales trabajadores cuya motivación para reparar catástrofes naturales –o lo que se tercie–, sin remuneración adicional alguna, será nula en la inmensa mayoría de casos, por no decir los inconvenientes que tal obligatoriedad podría causar al elegido en caso de que se esté formando o buscando activamente empleo. En esencia, se trata de una pérdida de tiempo pura y dura, en el mejor de los casos, y de una forma de esclavismo moderno del todo inmoral e improcedente, en el peor.

Así, en lugar prorrogar los 400 euros o de implantar el trabajo social al albur de las directrices que marque el Gobierno de turno, cuya rentabilidad y utilidad para el resto de la sociedad es más que dudosa, el PP debería haber optado por flexibilizar de verdad el aún anquilosado mercado de trabajo. ¿Cómo? Eliminando el salario mínimo, permitiendo los minijobs que en su día implantó Alemania y dejando en suspenso toda la regulación laboral vigente, siempre y cuando empleador y empleado alcancen un acuerdo voluntario sobre sus condiciones de trabajo. Ésta es la forma más rápida y efectiva de que España coloque a sus casi seis millones de parados, con la ventaja inestimable de que su labor sí serviría para crear riqueza en el mercado y no para atender los intereses cuasipopulistas de los partidos.

Lo contrario, que es justo la senda emprendida por Rajoy, tan sólo traerá nuevos problemas. De hecho, el trabajo social es un invento de inspiración comunista. La Unión Soviética y, posteriormente, Cuba implantaron el llamado trabajo voluntario. El régimen castrista instauró los denominados Domingos Rojos, jornadas en las que los ciudadanos acudían voluntariamente –bajo coacción y amenaza– en su día descanso a realizar tareas extra o a participar en los actos que arbitrariamente determinara la autoridad política. Raúl Castro derogó recientemente el trabajo voluntario, tras casi 50 años de vigencia, debido a sus nefastos resultados. Rajoy, por el contrario, acaba de instaurar en España una versión light.

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