De modo que Trump no censura las redes sociales, pero sí condiciona su actividad.
Estamos ante una de las grandes batallas de nuestro tiempo. Las grandes plataformas de internet, Facebook, Twitter, YouTube y demás, pueden enfrentarse a elegir entre actuar de forma neutra frente a la sociedad a la que sirven, o asumir unas responsabilidades que acabarían con su negocio. La cuestión lleva años larvándose, pero ha estallado en unos pocos días.
Twitter explicó el 11 de mayo, en un largo artículo, cómo trataría los tuits que considerase erróneos en alguna medida sobre la COVID-19. Pueden contener una afirmación no verificada, en cuyo caso Twitter no realizará por el momento ninguna acción, o pueden contener una afirmación disputada, o engañosa. En cualquiera de las dos cosas, el tuit tendrá una etiqueta, pero si el engaño es grave se puede hacer una advertencia al autor, o incluso eliminar el tuit.
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, advirtió el martes de que el voto por correo se presta a graves manipulaciones del proceso democrático, como el envío de sobres a personas que no tienen derecho al voto. Esta es una de las grandes cuestiones del momento, pues en noviembre hay elecciones presidenciales y la enfermedad aconseja recurrir al correo y evitar así las aglomeraciones en los colegios electorales.
Hay una lucha entre demócratas y republicanos al respecto, pues los republicanos entienden que cuanto más estricto se sea con el proceso de voto, más se dejará fuera a sectores que votan mayoritariamente al Partido Demócrata. Éstos sacrifican la probidad del proceso a la conveniencia política de que el resultado les sea más favorable.
Twitter reaccionó añadiendo un banner llamando a los lectores a “obtener los datos sobre el voto por correo”, que desmentía las afirmaciones del presidente. Un artículo publicado en The Hill por dos expertos en procesos electorales del MIT realmente parecen desmentir a Trump: se ha registrado un caso de fraude en voto por correo por cada seis o siete años. Es un error asumible, pero hay otros problemas graves con el voto por correo, que no tienen que ver estrictamente con el fraude. Según recogía recientemente The Wall Street Journal, en 2016 se rechazó un 1 por ciento de los votos, habitualmente porque faltaba la firma, pero también porque llegaron demasiado tarde para ser contabilizados. Se echaron a perder más de 319.000 votos.
En cualquier caso, el tuit de Trump se puede entender como una opinión o como una advertencia, pues pese a los datos recabados por los expertos del MIT, las posibilidades de fraude son relevantes, especialmente en una elección como la que aguarda. Twitter se colocó a sí misma como un juez imparcial de la afirmación de Trump, cuando el asunto es debatible, y hay argumentos por ambos lados. Se valió de su papel, que es el de una plataforma, para tomar partido en una cuestión disputada.
Donald Trump ha disparado el arma que tenía cargada desde hace al menos un par de años. El presidente ha firmado una orden que puede tener consecuencias sísmicas para las plataformas como Twitter, Facebook y demás.
La orden aclara que esas plataformas están sometidas a la llamada sección 230 de la Communication Decency Act de 1996. Esa ley aclaraba una cuestión fundamental en los primeros años de internet, y hace referencia a si una plataforma es responsable editorial de los contenidos que se vierten en ella, o no.
Lo explica Matthew Feeney en este artículo publicado por el Cato Institute. La resolución judicial federal Cubby vs. CompuServe resolvía que esta empresa no podía ser declarada responsable de un contenido difamatorio colgado por terceros, pues su función era la de ofrecer una plataforma de contenidos. No los edita ni se hace responsable de ellos, como sería el caso de un periódico, o una televisión. En el caso de Stratton Oakmont vs. Prodigy Services, que también cita Feeney, resolvió que puesto de Prodigy sí moderaba los contenidos, era responsable del que se publicase en dicha plataforma.
De este modo quedaba sentado el “dilema del moderador”, por el cual las plataformas podían ofrecer sus servicios sin entrar a modificar el contenido. En tal caso, no se les puede hacer responsables del mismo. Pero si meten sus manos en él, entonces están sometidas a las mismas normas que los medios de comunicación, y pueden ser responsables ante la justicia de lo que se publique en ellas.
La Sección 230 (c) (1) protege a las plataformas de decisiones como la de Prodigy, ya que prevé explícitamente que “ningún proveedor o usuario de un servicio informático interactivo será tratado como el editor o portavoz de cualquier información proporcionada por otro proveedor de contenido de información”. Es decir, que si yo escribo un contenido en Facebook, la empresa de Mark Zuckerberg no es responsables de las palabras que yo he escrito en su plataforma.
Por otro lado, la Sección 230 (c) (2), establece que las plataformas no pueden ser considerados responsables civilmente de “cualquier acción adoptada voluntariamente de buena fe para restringir el acceso o la disponibilidad de material que el proveedor o el usuario considera obsceno, lascivo, sucio, excesivamente violento, acosador, u objetable por cualquier otro motivo, esté o no este contenido protegido por la Constitución”.
Amparándose en esta y otras disposiciones, las grandes plataformas (YouTube, Facebook, Twitter…), han asumido un papel moderador creciente. Y, puesto que han asumido como propios los posicionamientos políticamente más correctos, esto ha derivado en una creciente interferencia con los mensajes más conservadores. Y, por esa vía, la opinión pública conservadora ve impotente cómo algunos de sus más destacados miembros son censurados por las plataformas, por publicar opiniones que, por lo demás, están protegidas por la libertad de expresión, incrustada en la Constitución de los Estados Unidos en su Primera Enmienda.
Esa libertad de expresión sigue estando amparada. Pero su ejercicio es menos efectivo para los conservadores, pues esas plataformas se han convertido en el principal vehículo de la expresión de opiniones, más allá de los medios de comunicación. A eso se refiere la orden ejecutiva firmada por Trump, cuando dice: “Twitter, Facebook, Instagram y YouTube ejercen un poder inmenso, si no sin precedentes, para condicionar la interpretación de los eventos públicos; censurar, eliminar o hacer desaparecer información; y para controlar lo que la gente ve o no ve. Las plataformas en línea están participando en una censura selectiva que está perjudicando nuestro discurso nacional”.
Estos argumentos recuerdan al modo de razonar que podemos llamar progresista, y que, ¡qué tiempos aquéllos!, desconfiaba de las grandes corporaciones, y buscaba limitar su poder para que no influyesen en el proceso de toma de decisiones de los políticos elegidos democráticamente. Hoy, esas empresas no sólo son más grandes que nunca, sino que actúan de forma apreciable en el proceso de formación de la opinión pública, por lo que su poder político es mayor que nunca. La posición conservadora se ceñía al estricto cumplimiento de una ley que no mete sus manos en el funcionamiento del mercado, ni condena su diario veredicto, ya que confía en los mecanismos de la sociedad, y desconfía en los del poder.
¿Se han dado la vuelta las tornas? No exactamente, porque lo que ordena el presidente Trump no es que se troceen estas empresas, sino que les obliga a asumir un papel u otro, el de plataforma o el de empresa editorial, con sus facultades y sus responsabilidades correspondientes. Lo que ordena Trump es que la FCC (Federal Communications Commission) dictamine si una plataforma cuenta o no con la protección de la Sección 230.
De modo que Trump no censura las redes sociales, pero sí condiciona su actividad: si quieren tener las facultades de una plataforma, tendrán que someterse a la disciplina de no interferir en el contenido. Y si lo condicionan, se harán responsable del mismo ante los tribunales. Otra cuestión distinta es que el presidente tenga el poder para imprimir un cambio como ese. Es el jefe de la Administración, y por tanto de la agencia FCC. Pero la FCC tiene que actuar bajo la ley, y él no puede cambiar las leyes.