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El agujero negro de la universidad

Publicado en Libertad Digital

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Cualquier debate sobre la universidad debería empezar por reconocer que no está dando los resultados que debería.

Estos días están siendo muy pródigos en noticias sobre la educación española. No serán los últimos. Se intuye que en esta legislatura que recién comienza habrá, al menos, el intento de acometer reformas. En la parte no universitaria, el PP quiere dejar cuanto antes atrás la Ley Wert, incluso los buenos aspectos que ésta tenía (no eran cuestiones menores, aunque no podría haberse vendido peor). Y la universidad reclama a gritos algún cambio, aunque sólo sea por remover una institución anquilosada y que tiene una pésima imagen pública (muchas veces merecida, para qué nos vamos a engañar).

Decía hace unas semanas que los dos artículos que me incitaron a participar en el debate sobre el modelo educativo español, éste de Benito Arruñada sobre el pacto como falso bálsamo de Fierabrás de todos nuestros males y éste otro de Octavio Medina que critica el pesimismo del primero, eran una extraña muestra de sensatez (incluso aunque defienden opiniones casi opuestas) en un debate muy viciado. Si el otro día me metía en el fregado de la educación no universitaria, hoy me gustaría hacer algunos apuntes sobre universidad, mercado de trabajo, inversión en educación y «paciencia» de los jóvenes.

Esta puede ser una discusión eterna. No es fácil conocer la «actitud» de los estudiantes y las familias ante la educación, como no lo es medir la paciencia de los países (ese párrafo nos lo tendrá que explicar mejor Medina). Como decía en mi columna sobre los deberes, es habitual caer en el tópico desde uno y otro bando. Así todos tenemos a mano ejemplos de estudiantes que, con 28 o 30 años, siguen estirando sus estudios de Políticas o Filosofía, dilapidando el dinero de los contribuyentes y sin ninguna intención de abandonar el hogar familiar o devolver a la sociedad aquello que a ésta tanto le costó pagarles.

También se puede usar el brochazo de trazo gordo desde la esquina contraria. Cualquiera que critica la actual universidad española sabe que lo más probable es que acabe metiéndose en una demagógica discusión sobre igualdad de oportunidades, trufada de historias de hijos de familias de ingresos bajos que tuvieron que dejar los estudios por perder la beca por un suspenso, o sobre el porcentaje de titulados en España en los últimos 50 años, como si la evidencia del incremento de estudiantes dijera algo sobre la calidad de la formación de los mismos o la relación calidad/coste de estos estudios.

En ambos casos, se trata de ejemplos injustos, que tratan de sacar el debate del terreno en el que debería jugarse: ¿Se toman en serio los universitarios españoles sus estudios? ¿Son conscientes de lo que cuesta la plaza que ocupan y de que esos recursos, escasos como todos, han salido del bolsillo del contribuyente y podrían haberse dedicado a otros fines? ¿Cómo de generalizado está el sentimiento de que la educación universitaria es un bien de consumo gratuito o semi-gratuito al que se tiene derecho, sin estar obligado a ninguna contraprestación, más o menos hasta que uno quiera?

En mi opinión, las cifras que tenemos a mano apuntan claramente en la dirección que marca Arruñada: pensamos en la educación como un bien de consumo (que paga otro) y muy poco como una inversión. Eso sí, tampoco en esto comparto su análisis en lo que hace referencia a las últimas generaciones. Yo asistí a una universidad pública hace ahora veinte años (y ahora estudio un doctorado en otra, por cierto): dudo mucho que mis compañeros de promoción se hicieran las anteriores preguntas ni conocieran las cifras que daremos a continuación. Yo, desde luego, no era especialmente consciente de estos datos ni estaba demasiado preocupado por el dinero que los contribuyentes se gastaban en mi educación.

Pero que el debate se pervierta no quiere decir que debamos aplazarlo. Cada día es más injusto, para el contribuyente y para los buenos estudiantes, ignorar el agujero negro en el que se han convertido buena parte de nuestras facultades:

  • La universidad española está entre las menos productivas de la OCDE: según los cálculos de esta organización, la «rentabilidad social» de la educación superior en nuestro país es de 27.605 dólares en el caso de los hombres y 41.805 en el de las mujeres. La media de la OCDE es de casi 105.000 dólares por alumno.
  • Un titulado superior en España obtiene a lo largo de su vida laboral 118.157 dólares extra (respecto a lo que gana de media alguien con un título de secundaria superior) una tasa interna de retorno del 10,2%. Parece una cifra importante, pero la cosa cambia si se compara con la media de la OCDE: 162.718 dólares y la rentabilidad del 13%. La siguiente puede ser una comparación interesante: si suponemos que el sueldo medio de un titulado educación secundaria superior en España es de 100, los titulados universitarios cobran 139. Es lo que podríamos denominar «prima por la titulación». La media de la OCDE es de 157, en la UE-21 es de 152 y en EEUU, de 165.
  • Sólo el 11% de los universitarios españoles estudia en una comunidad autónoma que no sea la suya y apenas el 0,8% de los alumnos de grado en España son extranjeros (una cifra ínfima si se compara con la que exhiben Francia o Alemania, por no hablar del Reino Unido), dos datos que hablan muy a las claras sobre la falta de competencia y de atracción del talento de nuestras facultades. Y no quiero entrar en la discusión sobre nuestra posición en los rankings internacionales, que sigue siendo muy pobre.
  • A los cinco años de haber terminado sus estudios, los universitarios españoles están entre los que tienen una tasa de paro más elevada, sueldos más bajos y más temporalidad de la UE, sólo en Grecia se acercan a nuestros niveles. También destacan, para mal, las cifras de sobrecualificación (desajuste entre la formación del empleado y el nivel requerido en su puesto de trabajo), que alcanzan al 40% de este grupo.
  • No le vamos a echar la culpa de todas estas cifras a la universidad. También el mercado laboral tiene lo suyo. Pero hablamos de un país en el que los jóvenes de 25 a 34 años tienen un porcentaje de titulados universitarios más elevado que Alemania (41% frente al 30%) y al mismo tiempo menos de la mitad de titulados en educación secundaria superior -bachillerato y FP superior- (24% en España frente a 62% en Alemania entre los jóvenes de 25 a 34 años).
  • Pero no sólo de cifras vive el hombre. Si miramos a los titulares que nos dejan los medios de comunicación, los eslóganes que proclaman las organizaciones estudiantiles y las peticiones que llegan desde las conferencias de rectores, tampoco tenemos demasiado a lo que agarrarnos para ser optimistas.
  • Aunque no sean conscientes de ello, hay que recordar que el 100% de los matriculados en la universidad pública española están becados. Algunos lo están al 83% (las tasas cubren de media un 17% del precio real) y otros al 100%. Pero a todos ellos los contribuyentes les pagan unos estudios que les servirán para tener mejores perspectivas en el mercado laboral. Pese a esta evidencia, es casi imposible aprobar ninguna medida que haga al universitario más responsable de sus decisiones: por ejemplo, elevar la exigencia para acceder a las becas o imponer un copago real y cercano al 100% del coste (aunque sea pagadero a futuro, cuando tengan un empleo) para los estudiantes que no cumplan con sus compromisos académicos. Miren lo que ha ocurrido en los últimos años, la demagogia que se ha hecho en los medios y el sueño de los justos en el que permanece la reforma de los sabios de Wert.
  • Si siguiéramos el criterio habitual de los medios de comunicación españoles para otras partidas del presupuesto, tendríamos que concluir que no hay ninguna política más regresiva que la universidad pública. Las clases medias-altas (del pasado y del futuro) disfrutan a precio de saldo de un producto de lujo que pagan todos los contribuyentes, incluyendo sus compañeros de generación que dejaron los estudios y trabajan con 20 o 22 años. Lo lógico sería que fueran los beneficiarios del servicio (que les servirá para ganar más dinero en su carrera profesional, no lo olvidemos) los que lo pagasen. Podría hacerse, por ejemplo, con un sistema de créditos del que se responsabilizaran mancomunadamente los estudiantes de cada promoción y que se comenzara a amortizar una vez que el sueldo del futuro trabajador supere el 150% del salario medio. Así, la situación familiar pasada no tendría ningún peso en la decisión de seguir con los estudios, el cliente-estudiante exigiría calidad por el servicio (sabiendo que lo tendrá que pagar en el futuro) y los incentivos ayudarían a que la toma de decisiones del alumno fuera más responsable. No digo que ésta sea la solución perfecta o que los créditos no puedan tener sus propios problemas (en EEUU, por ejemplo, se ha generado una enorme montaña deuda en este tema y se han disparado los precios de las universidades sin que siempre esto vaya unido a una mejora de la calidad). A mí es una alternativa que me gusta, pero acepto el debate. Pero el problema no es tanto que salga adelante o no… el problema es que ninguna propuesta que se parezca a ésta tiene la más mínima posibilidad de discutirse en serio y eso es porque hemos asumido que tenemos derecho a que alguien nos pague la universidad mientras a nosotros nos dé la gana seguir allí.

Cualquier debate sobre la universidad debería empezar por aquí, reconociendo que no está dando los resultados que debería y que, junto a las causas externas (paro juvenil, rigidez del mercado laboral, poca productividad en el conjunto de la economía…), esta institución es responsable de buena parte de ese desencanto que los titulados de la última década sienten. No voy a entrar en la discusión sobre si ésta es o no es la «generación mejor preparada de la historia». Lo que sí parece es la más pesimista y desencantada.

Porque además, hablamos de organismos para los que sus responsables exigen presupuestos garantizados sin ningún control externo. En ninguna otra empresa pública aceptaríamos que se aplicasen los mecanismos de selección de personal o discrecionalidad en el gasto que imperan en nuestras facultades. Según el primer estudio del Ministerio de Educación sobre la endogamia, el 73% del cuerpo docente de la universidad pública del curso 2013/14 estudió en el centro en el que está contratado. Esta autonomía que los centros reclaman sólo es aceptable si va acompañada de algún sistema de rendición de cuentas, exigencia en el día a día, incentivos para los que consigan mejores resultados y castigos para los que se queden rezagados, algo que suena a marciano en nuestras facultades.

No creo que tengamos que esperar mucho para ver si existe alguna posibilidad de abrir al menos una rendija que permita que entre el aire. Intuyo que en el próximo año habrá intentos de reforma. Y sé los intereses creados volverán a jugar a la demagogia y el inmovilismo. Si tuviera que apostar, pondría todo mi dinero en su casilla.

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