La progresía ya tiene un nuevo mártir –aunque involuntario, en este caso–, otra víctima del malvado capitalismo al que rendir pleitesía para justificar la bondad del estatismo. Se trata de Moritz Erhardt, un joven alemán de 21 años, becario del Bank of America en la City londinense, que fue hallado muerto en su habitación tras trabajar 72 horas seguidas sin descanso. La noticia ha recabado la atención de medio mundo, en parte debido a la sequía de información típica del mes de agosto y porque, sin duda, el hecho en sí resulta llamativo desde el punto de vista mediático. Basta observar el siguiente titular: Muere un becario del Bank Of America tras trabajar tres días seguidos.
"City", "Bank of America" y "muerte", tres conceptos cuya combinación arroja una conclusión simple y falaz, pero muy efectiva… El capitalismo mata. De hecho, la reacción inmediata de la inmensa mayoría de medios, analistas y lectores ha sido casi idéntica. Calificativos tales como "esclavismo", "explotación", "suicidios" o "infierno" han sido la tónica dominante para describir las inaceptables "condiciones inhumanas" que impone la City, emblema mundial de las finanzas, a sus sufridos empleados y, muy especialmente, a los incautos becarios que osen adentrarse en ella. La contestación cuasi unánime a este trágico suceso muestra hasta qué punto se ha extendido en Occidente el buenismo estatista propio del pensamiento único.
Lo primero que llama la atención es la relación causa-efecto que surge de forma automática a la hora de interpretar los hechos. A saber, tres días trabajando sin parar provocan la muerte. Quienes crean tal afirmación acaban de descubrir una nueva enfermedad mortal hasta ahora desconocida, resultado de la explosiva combinación de insomnio y exceso de trabajo. Y ello, a pesar de que el caso aún está siendo investigado. De hecho, todo apunta a que Erhard sufrió un ataque de epilepsia mientras se duchaba, siendo ésta la causa más probable del fallecimiento, pero dicha razón se ha mantenido en un segundo plano, cuando no ignorada, directamente. Muchos dirán entonces que el citado ataque fue provocado por el estrés y el agotamiento derivados de un horario imposible. No en vano, durante las escasas semanas de prácticas que los bancos de inversión ponen a prueba a sus aprendices, el horario habitual de trabajo ronda las 14 horas al día, llegando en ocasiones a enganchar una jornada con otra, en lo que en el mundillo se conoce como The Magic Roundabout -un taxi te lleva a casa a primera hora de la mañana desde la oficina, espera mientras te duchas y te mudas, y te conduce de vuelta al trabajo-.
Pero lo cierto es que trabajar 14 horas al día no es algo tan extraño entre ejecutivos, profesionales, autónomos y empresarios. En el caso concreto de la City, que emplea a casi medio millón de agentes, lo normal es entrar a primera hora de la mañana y acabar la jornada a las cinco o seis de la tarde, tras el cierre de mercados, pero, puesto que el dinero nunca duerme, siempre hay quien apura las horas para adelantar trabajo o acabar informes pendientes. Se trata de algo muy normal en este sector altamente competitivo, al igual que sucede en consultoras y grandes bufetes, entra otras muchas actividades donde la productividad no se mide en horas sino en la consecución de resultados.
¿Y el estrés? Por supuesto. La presión que sufren brokers y gestores es muy elevada, en sintonía con la responsabilidad de manejar miles de millones de euros cada día, sabiendo, además, que la mayor parte de su sueldo depende de las metas alcanzadas, pero no mayor de la que soporta un cirujano, abogado, directivo o cualesquiera trabajadores y empresarios que luchan día a día por salir adelante. En este sentido, cabe recordar que las muertes por estrés laboral están a la orden del día, no es algo exclusivo de la City y menos aún del cargo de becario, sino que forman parte de la vida misma.
De ahí que sorprendan sobremanera titulares en los que, por ejemplo, se asocia el término "suicidio" con la City de Londres, en un burdo intento por demonizar la meca de las finanzas, cuando el propio artículo admite en su interior que tan sólo cinco personas se arrojaron al vacío en los últimos cinco años –una al año– tras causar pérdidas a su empresa o sufrir un insoportable grado de ansiedad. Una cifra anecdótica, por no decir, simplemente, ridícula. Y es que, si la presión de la City fuera, realmente, tan mortal como se pretende transmitir a la opinión pública, casos como el del joven Erhard no serían noticia debido a su elevada frecuencia. La realidad de la banca londinense, por el contrario, es muy distinta al "infierno" que pretenden vender algunos.
En primer lugar, siendo el "esclavismo" el sometimiento de una persona en contra de su voluntad, la City es el mundo opuesto. Los que allí trabajan acuden voluntariamente, tras superar durísimos filtros de selección, siendo perfectamente conscientes de la exigencia y sacrificio que requiere dicha profesión, bien porque les apasiona su trabajo bien por el deseo de ganar mucho dinero o, lo que es más habitual, la combinación de ambas cosas. Miles de becarios, procedentes de todo el mundo y con una excelente cualificación académica, aspiran cada verano a ocupar uno de los codiciados puestos en prácticas que ofrecen los tan denostados bancos de inversión… ¡Y lo hacen voluntariamente! Su sueño profesional es trabajar en la City, siendo muchos los que se quedan fuera. No en vano, se estima que tan sólo existe un puesto por cada 55 candidatos, siendo pocos los afortunados que logran meter la cabeza en la élite financiera tras superar numerosos y muy exigentes filtros de selección. Lo cierto es que quienes tanto critican este trabajo, seguramente, jamás podrían optar a él por mucho que quisieran.
Y si nadie les obliga a entrar en la City, sino que compiten duramente por conseguirlo, ¿cómo es posible que, una vez dentro, los principiantes se dejen explotar de forma tan vil y miserable por sus jefes? En primer lugar, los superiores suelen trabajar tanto o más que sus subordinados, puesto que ostentan una responsabilidad –y una presión– mayor; por otro lado, que se tilde de "explotador" (abusar de algo o alguien) uno de los puestos más demandados y mejor remunerados del mundo resulta no sólo contradictorio sino, directamente, absurdo. Los sueldos fijos en el sector oscilan entre los 40.000 y los 200.000 euros al año, más el correspondiente bonus en función del cumplimiento de objetivos. El fallecido Erhardt, sin ir más lejos, cobraba casi 3.000 euros al mes como becario, el triple que cualquier español medio, y en un año más o menos normal un principiante se puede embolsar de 100.000 a 150.000 euros extra. En total, los novatos de la City pueden ganar en un año lo que un trabajador normal en diez, y en diez mucho más de lo que éste último ingresa en toda su vida laboral. Tanto es así que muchos optan por retirarse antes de cumplir los 40 años, tras acumular una pequeña fortuna. Una explotación laboral "inhumana", sin duda…
Por último, se obvia que las condiciones laborales de la City son completamente flexibles. Los contratos otorgan al empleado un amplio margen para organizar a su gusto el horario laboral o la forma de trabajar. En el caso concreto de Erhard, nadie le obligó a trabajar 72 horas seguidas, lo hizo motu proprio. Se trabaja muy duro, sin duda, bajo una fuerte presión y durante muchas horas, pero todos los que optan a tales puestos son conscientes de ello, saben a lo que se enfrentan. De hecho, casi un tercio abandona al poco tiempo de entrar debido a las elevadas exigencias del cargo. "No es para mí", admiten.
Así pues, la progresía mundial denuesta la City empleando como excusa la triste muerte de un becario para, de este modo, justificar sus intolerables intervenciones estatales, cuando, en realidad, trabajar en la banca de inversión es la gran meta profesional, libre y conscientemente escogida, de decenas de miles de brillantes jóvenes. El fallecimiento de Erhard es una tragedia, sí, como tantas otras que son fruto de la imprudencia o una débil salud, no de una sádica industria financiera obsesionada con explotar a sus trabajadores hasta la muerte… La enorme puerilidad que denota este discurso progre sirve de base a los socialistas para seguir tratando al individuo como a un niño o, lo que es peor, un imbécil incapaz de tomar decisiones por sí mismo, justificando con ello la necesidad imperiosa del paternalismo estatal.