La gran línea de fractura hoy en la política española es la del desafío nacionalista.
Recapitulemos. Hechos. El pasado domingo se celebraron elecciones generales. Las ganó el Partido Popular con un 28% de los votos, lo que le valió 123 escaños. Muy lejos, sin duda, del paseo triunfal de 2011, pero victoria a fin de cuentas. A varios puntos de distancia y 33 escaños quedó el PSOE, que con este batacazo registra un nuevo suelo electoral que hace solo cinco años hubiese sido impensable. Pero la España de hoy no es la ni la de Aznar ni la de Zapatero. Entre medias han sucedido muchas cosas que han terminado provocando no un vuelco pero si una importante recomposición del mapa político. Cuando digo que no se ha producido un vuelco es que no se ha producido. El bipartidismo, es decir, el hecho de que dos partidos políticos controlen el legislativo no ha pasado a mejor vida. El PP y el PSOE disponen aún de más del 50% de los votos y de 213 escaños en la cámara baja, una mayoría maxiabsoluta que les permitiría, si así lo deseasen, forjar una alianza bipartita a la alemana y gobernar con total tranquilidad los próximos cuatro años.
El tic tac que vienen repitiendo en los últimos meses los simpatizantes de Podemos a través de las redes sociales a modo de mantra se ha materializado en la irrupción con fuerza de la formación morada en el Congreso… y en poco más. En el Senado son irrelevantes, y para poder acceder al Gobierno tendrían que concitar una coalición tan ambiciosa y heterogénea, de tal dimensión y alcance que los problemas asociados al alumbramiento de semejante confederación no serían nada al lado de los que se irían presentando a diario una vez en el Gobierno. El famoso pacto anti PP habría por fuerza que involucrar a un grupo de no menos de cinco partidos, siete si los diputados de la difunta CiU y los de la minoría canaria se apuntan al invento. No hay que ser un lince para saber que la efectividad de un acuerdo de legislatura es inversamente proporcional al número de partidos que lo suscriben, luego que ese fantasioso pacto se termine llevando a cabo no es que sea dudoso, es que es imposible.
Y no precisamente por la falta de voluntad de Podemos, que estaría dispuesto a ceder mucho más de lo que pensamos con tal de meterse en los ministerios, aunque fuesen de segunda y con poco presupuesto, sino porque el PSOE tiene más limitaciones de las que parecen a primera vista. El partido de Sánchez, con sede en Madrid y madrileño él mismo, es hoy a efectos prácticos una formación regional de Andalucía y Extremadura. Lo lógico y esperable es que vele por los intereses, no de los andaluces y extremeños –de ellos solo busca el voto–, sino de la clase política de sendas comunidades autónomas, deficitarias por naturaleza y adictas a las transferencias de otras partes de España, sin las que tendrían que presentar la suspensión de pagos en cuestión de semanas, quizá de días. Como al mega pacto habrían de concurrir los nacionalistas catalanes en sus diferentes sabores el escollo sería imposible de sortear. Tal vez ERC y DL estén dispuestos a aplazar un par de años asuntos como el del referéndum, pero no desaprovecharían la oportunidad de conseguir, por fin, la ansiada fiscalidad propia, caramelo con el que marean a sus votantes desde hace años.
Una fiscalidad catalana hecha a imagen de la vasca implicaría que el peso de las transferencias caería sobre los hombros del contribuyente madrileño y, en menor medida, del valenciano y el balear. Eso o encoger las transferencias. Y ahí es donde este PSOE andalusí no puede transigir ni una micra. Susana Díaz, que tantas alabanzas despierta en Madrid por su supuesta y nunca demostrada talla de estadista, no es más que una finquera gestionando los cobros y pagos de un cortijo intitulado a nombre de su partido desde 1980. El heptapartito es, por consiguiente –valga la muletilla preferida de Felipe González– impracticable. Con las cosas de comer no se juega, y esto son cosas de comer.
Eso en lo que toca al PSOE, cuyo fracaso no es tal si nos atenemos a la calidad de sus 90 diputados. El partido del puño y la rosa quizá esté en mínimos históricos en cuanto a representación parlamentaria, pero está en máximos en lo que a poder decisorio se refiere. Del lado que se inclinen definirá el próximo Gobierno. Y si no se inclinan de ninguno son inevitables las elecciones anticipadas en algún punto entre este año y el que viene. Los que más perderían con el anticipo serían precisamente ellos. De convocarse elecciones en unos meses el votante lo percibiría como una segunda vuelta para deshacer el empate del 20-D. Las segundas vueltas premian a los vencedores de la primera y castigan a los derrotados. Los vencedores son el propio PP –a los números me remito– y Podemos, que al más puro estilo leninista está sacando el máximo jugo a sus 69 diputados.
Pablo Iglesias será malo, estará equivocado, irá desarreglado y todo lo que usted quiera, pero es más listo que el hambre. Sabe lo que los demás solo intuyen, y eso en el mejor de los casos. Cuando el domingo pasado se presentó ante la prensa como triunfador indiscutible de los comicios a pesar de que solo tiene 49 diputados propios de los 350 que forman el Congreso, sabía bien lo que hacía. Iglesias ha estudiado historia, ha aprendido de ella, los demás no. Este pequeño y en apariencia insignificante detalle es que el hace la diferencia. Hace un siglo Lenin se cuidó muy mucho de bautizar a la facción que acaudillaba como la de los bolcheviques, que en ruso significa “miembros de la mayoría”. Los bolcheviques no fueron nunca una mayoría, ni siquiera después de la revolución de octubre. En las elecciones a la asamblea constituyente que se celebraron poco después obtuvo el 23% de los votos, la mitad que su contrincante, el eserista Viktor Chernov.
¿Sabe que porcentaje de votos cosechó el domingo Podemos incluyendo a todas sus “confluencias”? El 20%. Sumándole el 3% de Izquierda Unida, que, purgándola de egos, viene a ser más de lo mismo, estaríamos ante el mágico 23% que abrió de par en par a Lenin las puertas de la vieja y devastada Rusia en el otoño de 1917. Claro, que todo paraíso tiene su serpiente. En el caso de Podemos las serpientes son varias. Los 69 diputados que agita en cuanto le ponen una cámara delante no son todos suyos, es decir, que no tiene autoridad para imponer su criterio sobre ellos. Podemos es un magma amorfo de diez formaciones distintas, once si añadimos al “núcleo irradiador” del que hablaba el redicho de Errejón hace no mucho. Repasémoslos por su nombre. Para cualquier cosa Iglesias tiene que contar con la estructura y, especialmente, la nomenclatura de las siguientes organizaciones: Iniciativa per Catalunya, Esquerda Unida i Alternativa, Equo, Barcelona en comú, Esquerda Unida, ANOVA, Gent de Compromís, Verds-Equo del País Valencià, Iniciativa del Poble Valencià y Bloc Nacionalista Valencià. Una sopa de letras nacionalista tan indigesta a la que le haría falta tonelada y media del centralismo democrático que implantó Lenin para someterlos a todos a la voluntad del anillo único, esto es, al mismo que él llevaba puesto en el dedo. Sin entrar en los programas electorales, cortados todos con el mismo patrón eco-comunista, los puntos de fricción entre los once magníficos son tantos que todo pasa enchufarse a los presupuestos cuanto antes. Y esa es la segunda razón por la que Iglesias está tan empeñado en la segunda vuelta. Presiente que saldría reforzado en todos los aspectos, incluido el de atemperar los ímpetus de sus irredentos socios, perroflautas de estricta observancia y, por lo tanto, propensos a los idealismos y las quijotadas.
De ese 20-D bis saldría un Podemos más vigoroso, pero no necesariamente más unido bajo una única batuta. La gran línea de fractura hoy en la política española es la del desafío nacionalista. O se está de un lado o se está de otro, no hay puntos intermedios. Resumiéndolo mucho: o se desea que España siga existiendo como tal, organizada territorialmente de este u otro modo, o se desea que desaparezca. Ciudadanos debe buena parte de su éxito –sí, he dicho bien, su éxito, pasar de cero a 40 diputados es un éxito– a que ha sabido situarse en una de las hojas de la tijera. De Podemos no puede decirse lo mismo. Su propaganda electoral reza “un país contigo”, pero no se sabe muy bien qué país; si el valenciano, el vasco, el catalán, el gallego o simplemente el estatal, adjetivo de uso intenso entre los jerifaltes de la coalición. Por mucho que alardeen de victoria y hayan conseguido fijar en el imaginario colectivo que ellos son los únicos ganadores, lo cierto es que el bloqueo que les ha impedido ir más allá de la clientela habitual de la izquierda radical y la nacionalista persiste. O lo deshacen o la marea de descontento –símil que emplean continuamente para casi todo– sobre la que cabalgan remitirá más pronto que tarde. Con ella remitirán ellos mismos.