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El brote violento es global

Publicado en La Información

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El mensaje de fondo es que el voto y la democracia ya no son una vía suficiente para lograr una convivencia en paz.

Los episodios de violencia que se han sucedido en Cataluña la pasada semana no son excepcionales. Chile, un país muy cercano y querido para mí, también está viviendo unos momentos muy difíciles. Pero hay más. El economista Tyler Cowen menciona en un artículo publicado en Bloomberg los lugares que han vivido situaciones de violencia por protestas ciudadanas de diferente índole en lo que llevamos de 2019: Líbano, Irak, Haiti, Perú, Hong Kong, Brasil, Etiopía, Francia, Colombia, Venezuela y hasta veinticuatro países.

La radicalización de la política es un factor, a mi juicio, que influye bastante porque genera crispación; el emergente nacionalismo, no exclusivamente catalán, provoca una sobre-identificación con un grupo y una diferenciación rotunda entre los míos y los otros. La frustración ciudadana arrastrada a lo largo de los últimos años, especialmente allá donde hay más corrupción, es otro punto a tener en cuenta. Finalmente, la pérdida de sentido de la misma democracia, o la desaparición de lo que se conoce como democracia liberal es, sin duda, un telón de fondo muy peligroso.

Cada vez que contemplo imágenes de hombres y mujeres, normalmente con las caras tapadas, arrebatados por la crispación, en actitud violenta, incluso en algunos casos agrediendo verbal y físicamente a otros ciudadanos, o destrozando tiendas y mobiliario urbano, me pregunto quién se esconde detrás del pasamontañas, detrás del pañuelo, detrás, en definitiva, de la masa. Jóvenes que viven con sus parejas, o que estudian, a quienes les gusta la misma música que a mí, o las flores, buenos vecinos, de los que corren maratones, o tal vez ven el fútbol desde el sofá. Personas de carne y hueso que, en un momento dado, llenan de basura un portal, agreden a una señora de sesenta años, o dan patadas a una mujer que trabaja para el gobierno regional, dirigido por la misma persona que les da las consignas. Veo hombres normales arrasar tiendas en Chile. Veo también policías enrabiados persiguiendo a señores que solamente trataban de apagar un fuego. Mi compañera de piso me recuerda que la violencia en estos casos es una flecha de doble dirección. Claro, eso es cierto, pero ¿cuál es el detonante? ¿cómo atajarla?

Leo el clásico de Gustave Le Bon, quien en ‘La psicología de las masas’ (1895) describía qué es una «turba» de manera bastante negativa. Para empezar, no es tanto el contacto físico como las pasiones o los sentimientos provocados por determinados sucesos lo que genera este fenómeno. Un grupo de personas muy numeroso adherido a una causa o unido por un hecho verdadero o falseado, que se lanza a las calles a reclamar. Lo que estudiaba Le Bon era precisamente qué llevaba a esa masa a llegar a actos violentos que, de haberse encontrado a solas, muy pocos de los individuos que la componen habrían llegado a realizar. En concreto, siendo francés, estudió la brutalidad de las masas durante la Revolución Francesa. Según este autor, la mente colectiva (si se me permite esta expresión) está dominada por elementos inconscientes, no racionales. Se caracteriza por una extrema credulidad y por una desmedida sensibilidad que explica que sus sentimientos sean muy exagerados. Las masas enfurecidas son incapaces de responder a la lógica, ni de aceptar los hechos. Finalmente, la turba incandescente siempre cree que todo es posible. Tanto las explicaciones insólitas de sus líderes como la capacidad para lograr su objetivo, por encima de la realidad.

Desde este punto de vista, que ha sido matizado a lo largo del siglo XX, se entiende mejor que para los ciudadanos independentistas violentos el Estado de derecho que preserva la democracia no es sino una minúscula piedra en el camino de la independencia. Y parece que ninguno se pregunta quién asegura que, en esa idílica república independiente, se vayan a respetar los derechos de los ciudadanos catalanes si, en origen, se ha pisoteado la esencia misma de la democracia.

El caso de Chile también se aclara a la luz de Le Bon. La conversación en Twitter entre Ignacio Gil, Daniel Lacalle, John Müller y otros amigos ponía los datos encima de la mesa: la desigualdad no se ha multiplicado y, por el contrario, se ha cercenado la pobreza. Y, sin embargo, cualquier observador que nos visitara desde Marte se escandalizaría al escuchar a los representantes de los manifestantes violentos, como si Chile, en lugar de ser la economía más potente de Latinoamérica, fuese el centro de la desigualdad del continente. Hay mucho que mejorar. En España también, y en Italia, Francia, Estados Unidos. En todos los países, las instituciones son perfectibles, los sistemas políticos podrían ser menos opresivos, es decir, podrían dejar a los ciudadanos desarrollarse libre y responsablemente; sería estupendo que se dejara de criminalizar el lucro, que se fomentará el ahorro y la inversión en lugar de favorecer el endeudamiento, con toda la cadena de consecuencias positivas que ello implica. Todo eso es cierto. Ahora bien ¿amerita esto una revolución violenta en las calles? La respuesta es no.

No puedo evitar preguntarme quién sale beneficiado de toda esta situación de efervescencia violenta generalizada. Y la respuesta es terrible. Los focos se centran en los políticos que, lejos de ocuparse de los problemas reales como los mencionados más arriba, aparecen, de nuevo, como salvadores, esta vez de la paz. Sólo el diálogo, la mesa integradora, los interlocutores designados, que representan a los violentos y a los no violentos, pueden acabar con esta crispación. De nuevo, son necesarios. De nuevo, somos dependientes de ellos.

El mensaje de fondo es que el voto y la democracia ya no son una vía suficiente para lograr una convivencia en paz. Eso es aterrador. Porque la alternativa es la patada constitucional bolivariana o el autoritarismo de derecha. Ninguna de esas soluciones suena nada bien.

Quiero acabar con las palabras de mi maestro, Carlos Rodríguez Braun, quien nos invita a la reflexión: “La desigualdad es un señuelo político. La izquierda necesita ‘condiciones objetivas’ para la revolución. Durante mucho tiempo fue la pobreza. Es una mentira tan obvia que la han reemplazado por la desigualdad. Que también es mentira, pero menos obvia”.

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