La voluntad de muerte del Poder pudo más que la esperanza de vida de su familia.
Charlie Gard morirá pronto. No llegará a celebrar su primer cumpleaños. Pero en su corta vida nos ha enseñado más que la mayoría de catedráticos en toda su vida. Nació con el síndrome de agotamiento mitocondrial, una enfermedad genética tan poco frecuente que a su lado la mayoría de las enfermedades raras parecen tan comunes como un resfriado. Fue diagnosticado en octubre, y al mes siguiente sus padres supieron de la existencia de un tratamiento experimental; en enero el médico responsable del mismo se mostró dispuesto a tratar a Charlie. Pero hubo que esperar a finales de julio para que pudiera examinar por primera vez al bebé.
Entre medias, sus padres se dieron cuenta de hasta dónde está dispuesto a llegar el Poder para mantener su control. No el poder económico, esa fábula que la extrema izquierda y la extrema derecha utilizan como espantajo para justificar el crecimiento incontrolado del poder real, el que tiene la capacidad de coaccionarnos e impedirnos incluso intentar salvar a los más indefensos. Los padres de Gard pronto consiguieron el dinero gracias a la generosidad de sus compatriotas, que donaron millón y medio de euros. Pero el hospital londinense se negó a permitir el traslado del bebé porque lo consideraban un esfuerzo inútil: Charlie estaba condenado a morir y los esfuerzos por mantenerle con vida suponían una crueldad innecesaria.
Posiblemente tenían razón. Ni siquiera el creador del tratamiento experimental ofrecía muchas esperanzas. Pero ¿quiénes son para impedir que Charlie tuviera una oportunidad? Obligaron a los padres a llevar el caso a los tribunales británicos y de ahí a Estrasburgo, a esa burla llamada Tribunal Europeo de, créanlo o no, Derechos Humanos, que avaló el derecho de los médicos a pasar por encima de la decisión de los padres de Charlie de hacer todo lo posible por salvar su vida. Sólo cuando la noticia empezó a conocerse internacionalmente, los tribunales entreabrieron una puerta y permitieron –hace sólo unos días– que se examinara al bebé. Ya era tarde. «Este es un caso médico y legal que nos ha hecho perder y malgastar el tiempo que hubiese sido necesario para intentar salvar a Charlie», declaró su madre en el juzgado.
De modo que todas las instancias del Estado benefactor, desde la sanidad pública hasta la Justicia, han estado de acuerdo en declarar que la opinión de unos funcionarios a quienes la muerte de Charlie no quitará ni un minuto de sueño debe prevalecer sobre la de unos padres que no la olvidarán nunca. Dio lo mismo que la gente donara voluntariamente dinero de sobra, que otros médicos se ofrecieran a ayudarlo; dio lo mismo todo. La voluntad de muerte del Poder pudo más que la esperanza de vida de su familia. Un frío panel de expertos dictaminó que Charlie debía morir, y así será.
Charlie morirá pronto en el hospital porque el Estado no quiso permitir que sus padres intentaran salvarle la vida, y ahora no permite que pueda morir en casa. Que funcionarios y tribunales decidan sobre la vida y la muerte de los inocentes es ahora lo humano y lo avanzado en esta Europa que abolió la pena de muerte para los peores criminales adultos.En Holanda, país pionero en la eutanasia, 431 personas murieron en 2015 a manos de sus médicos sin que hubieran dado ningún consentimiento. Con su corta vida, Charlie Gard nos enseñó el futuro al que nos dirigimos. Uno en el que su historia no será un escándalo internacional, sino algo habitual. No es el futuro que nos habían prometido.