Finalmente, el gozo de aquellos que esperaban que Mario Draghi anunciara este jueves un paquete de medidas inflacionistas para contrarrestar el “riesgo” de deflación en la Eurozona ha terminado hundiéndose en un pozo. Al menos, por el momento. El presidente de la institución aclara que no ve deflación en el horizonte, sino “inflación baja” y que ello no es necesariamente algo negativo que haya que contrarrestar mediante el activismo monetario de la institución.
La decepción entre periodistas y analistas sólo ha encontrado un cierto sosiego espiritual ante la expectativa de que en marzo, cuando el BCE presente sus previsiones de PIB e IPC, termine llegando el festín monetario. A muchos les resulta incomprensible que, con la deflación acechando las murallas de la Eurozona, el banco central se mantenga por ahora de brazos cruzados, esperando a que el Viejo Continente se infeste de la enfermedad japonesa. Muchos sienten auténtico pánico hacia la perspectiva de una deflación, pero ¿por qué?
¿Por qué hay inflación y deflación?
La inflación o la deflación (entendidas como alzas o caídas generalizadas de precios) acaecen cuando la oferta de bienes y servicios de una economía es inferior o superior —respectivamente— al poder adquisitivo de sus medios de pago. Si, en términos de valor, hay menos bienes que medios de pago, habrá inflación; si hay más bienes que medios de pago, habrá deflación. Por expresarlo de un modo algo más gráfico: la inflación son medios de pago persiguiendo bienes y la deflación son bienes persiguiendo medios de pago.
Las inflaciones y deflaciones primitivas estaban ligadas a la sobreabundancia o carestía del dinero que se usaba como moneda: si súbitamente se descubría una mina de oro, los precios de los bienes subían; si durante mucho tiempo no había ningún descubrimiento minero y la producción de mercancías seguía aumentando, se extendía una tendencia hacia la minoración de precios. Se trataba de ajustes que, aun cuando podían implicar sus complicaciones, terminaban siendo bastante inocuos para la coordinación económica. En las economías modernas, sin embargo, las inflaciones y deflaciones ya no dependen esencialmente de la producción relativa de “dinero base” con respecto al resto de mercancías, sino de un factor potencialmente mucho más devastador: el crédito.
El crédito permite a los agentes económicos hacer un uso presente de su renta futura: básicamente, comprar hoy y pagar mañana. Como tal, es una poderosa herramienta que facilita la coordinación y la división del trabajo pero, si se abusa de él, puede acarrear efectos muy dañinos sobre la sociedad. Por ello, muchos creemos que el crédito debe mantenerse dentro de unas sanas proporciones que vienen limitadas por la disponibilidad de renta real dentro de esa sociedad. Es decir, para que alguien haga uso de su renta futura, alguien tiene que renunciar temporalmente a su renta presente (ahorro).
En este sentido, la inflación y la deflación modernas son síntomas de un cierto abuso social del crédito: la inflación indica que estamos comprando demasiadas mercancías presentes con cargo a la renta futura (que estamos comprando mucho hoy con la promesa de pagarlo mañana) y la deflación que estamos usando parte de nuestra renta presente para pagar parte de nuestras compras pasadas (es decir, que destinamos parte de la producción presente a honrar las promesas que hicimos ayer).
El crédito sano no genera ni inflación ni deflación: al contrario, contribuye a estabilizar el poder adquisitivo del dinero y, por tanto, el nivel general de precios. El crédito insano genera primero inflación y luego deflación. No es que la primera sea buena y la segunda mala ni a la inversa, sino que son dos síntomas de insalubridad previa: primero inflamos la burbuja del crédito abusivo y luego ésta se desinfla. Primero nos sobreapalancamos —con las consabidas subidas de precios— y luego no desapalancamos —con los consabidos retrocesos de los precios—. Por desgracia, muchos se niegan a aceptar la dura pero necesaria medicina deflacionista como vía para desandar los pasos en falso previos, de modo que proponen huir hacia adelante: nada más huelen la deflación (aunque sea en forma de baja inflación), corren prestos a reclamar al banco central o al Gobierno que vuelva a expandir insanamente el crédito, esto es, que vuelva a fomentar el crecimiento de la deuda por encima de la disponibilidad real de bienes. Su argumento es sencillo: las caídas de precios son devastadoras para una economía y hay que combatirlas a toda costa, aunque sea fomentando una nueva ronda de sobreapalancamiento generalizado. Pero, ¿tan peligrosa es la deflación como para no poder desengancharnos de la droga de la deuda barata?
Los posibles problemas de la deflación
Conviene dejar claro desde un principio que la deflación —entendida como caída generalizada de precios— es un síntoma de nuestros más hondos problemas (el hiperapalancamiento) y no su causa. Nuestras dificultades vienen de que el sistema ha llegado a un punto de saturación de deuda en relación con su capacidad real para amortizarla y resulta necesario reorganizar nuestras estructuras productivas y financieras para corregir semejante acumulación de errores. Esta reorganización no debería —y a estas alturas probablemente ni se pueda— efectuarse huyendo hacia adelante, esto es, fomentando un mayor endeudamiento social con tal de seguir implementando planes de negocio burbujísticos o de muy bajo rendimiento. De ahí que la salida inflacionista sería en todo caso una salida en falso —como la burbuja inmobiliaria fue una salida en falso de la burbuja de las puntocom—.
Ahora, nada de lo anterior significa que la deflación de precios derivada de una contracción crediticia no conlleve en sí misma dificultad alguna para una economía. Por más que se trata de dificultades inexorables en la salida de una crisis provocada por la sobredosis inflacionista de deuda, es cierto que una caída generalizada de precios —al igual que una subida generalizada— resulta potencialmente distorsionadora en dos ámbitos: la coordinación productiva y la coordinación financiera.
Por lo que respecta a la coordinación productiva, la deflación puede implicar caídas desiguales de precios: dado que todos los precios no son igualmente flexibles —ni al alza ni a la baja—, el reajuste de éstos puede implicar cambios en la estructura de precios relativos que acarreen mermas de rentabilidad en ciertos sectores. Dos casos resultan paradigmáticos: el primero, que los precios de las mercancías caigan más que los salarios, de modo que el margen de ganancias de muchos empresarios termina erosionándose; el segundo, que los precios del resto de divisas extranjeras con respecto a la nacional desciendan más rápidamente que los precios internos (es decir, que nuestro tipo de cambio se aprecie más de lo que se abaratan nuestras mercancías interiores), de modo que el margen de ganancias de nuestra industria exportadora también termina deteriorándose.
Por lo que respecta a la coordinación financiera, sabido es desde Irving Fisher que las caídas de precios aumentan el saldo real de las deudas: dado que los ingresos nominales se reducen, pero el saldo nominal de las deudas no lo hace, las dificultades para hacer frente a nuestros pasivos son crecientes con la deflación (lo que eventualmente podría terminar condenando a algunas de esas compañías a la bancarrota).
Nótese, por cierto, que entre los riesgos de la caída de precios no he colocado ese tan mentado como irrelevante diferimiento del consumo ante la expectativa de menores precios futuros: y no lo hago porque, al contrario de lo que se asume, una reducción del consumo resulta positiva para resolver los problemas de coordinación que sí suele acarrear la deflación.
Y es que la forma de paliar las posibles descoordinaciones a que den lugar las reducciones de precios es volviéndonos más adaptables ante los cambios: a saber, disponer de mercados más libre y flexibles (donde precios y costes puedan ajustarse con mucha más fluidez que ahora) y aumentar nuestro ahorro (tanto para amortizar las deudas y volver escasamente relevante el efecto de su encarecimiento en términos reales cuanto para acumular más capital y volvernos más productivos y competitivos a pesar de la apreciación de nuestro tipo de cambio). En el fondo, pues, la manera de contrarrestar aquellos problemas que puedan surgir de la deflación de precios es justo la misma que tenemos para solucionar las causas últimas por las que la deflación hace su aparición: necesitamos mercados más libres y más ahorro público y privado.
En suma, no existen recetas mágicas ni caminos sencillos. Tampoco la estrategia inflacionista lo es, por mucho que los aduladores del envilecimiento monetario insistan en alabar su plétora de virtudes sin contraindicaciones (virtudes que nos han conducido a la crítica situación actual). En el fondo, pues, el debate puede reducirse a términos relativamente asequibles: ¿queremos un crecimiento basado en el ahorro o uno basado en el endeudamiento? ¿Aspiramos a deshacer los entuertos pasados o confiamos en legárselos, corregidos y aumentados, a la generación venidera? Mi elección la tengo clara: el problema es que, me temo, el BCE también y no para bien.