La libertad de expresión debe ser limitada para evitarle al hombre del siglo XXI la inconveniencia de asumir las responsabilidades de sus propios actos.
El CAC francés decidió prohibir en junio de 2014 la emisión de un anuncio titulado Querida futura mamá, ganador de seis leones en el festival publicitario de Cannes, el más importante del mundo. En el vídeo personas afectadas por el síndrome de Down explican en varios idiomas a una futura mamá, preocupada porque se lo han diagnosticado a su hijo, que quienes lo padecen pueden tener una vida plena y feliz. Véanlo. Comprobarán que, sin duda, es emotivo, pero también completamente blanco y sin crítica alguna contra nadie.
Pues bien, hace un par de semanas el Consejo de Estado francés dio la razón al órgano censor y varias asociaciones han declarado su intención de recurrir al Tribunal de Estrasburgo. Y aunque éste ha dictaminado en varias ocasiones en favor de la libertad de expresión, alguna de ellas muy conocida por nuestros lectores, lo cierto es que no tengo mucha confianza. Porque los franceses han inventado un nuevo derecho para cimentar su decisión, y es tan suculento y políticamente correcto que no sé si la corte europea será capaz de o simplemente querrá resistirse a él. Así, el tribunal ha calificado la campaña como «inapropiada», que ya me dirán cómo se puede censurar algo cuando el peor adjetivo que se le puede endosar es ése. Y la razón es que la felicidad de los niños y jóvenes con síndrome de Down «podría perturbar la conciencia de las mujeres que han tomado diferentes opciones legítimas de su vida personal», y que además su difusión no favorece al interés general de los franceses.
No creo que haga falta ser muy absolutista de la libertad de expresión ni llegar al extremo de Voltaire de dar la vida por la opinión ajena –que, dicho sea de paso, dudo que el filósofo hubiera llevado a cabo de tener que hacerlo– para revolverse ante este abuso censor. Resulta que no se puede emitir nada en las televisiones francesas que pueda resultar siquiera mínimamente incómodo a una mujer que haya abortado a su hijo por tener una enfermedad congénita. Los censores ni siquiera intentan argumentar que haya nada en el anuncio que sea mentira, porque no lo hay, y se consideran ungidos con el poder de decidir qué es el interés general de sus súbditos y de negar el derecho a expresarse en contra del mismo, como han hecho todos los que han provocado algún cambio, para bien o para mal, en sus sociedades.
Da lo mismo, o debería dar lo mismo, lo que pensemos sobre el aborto. A muchos, decidir acabar con una vida humana que podría ser perfectamente feliz y plena les parecerá un crimen; a otros, que obligar a una madre a afrontar la crianza de un hijo con una enfermedad que les acortará la vida y le forzará a dedicarle mucha más atención y esfuerzo es más de lo que podemos exigir a nadie. El problema, en el fondo, es el mismo que en un caso tan aparentemente distinto como el del derecho al olvido: la libertad de expresión debe ser limitada para evitarle al hombre del siglo XXI la inconveniencia de asumir las responsabilidades de sus propios actos.