Quiero creer que al final el peor escenario no llegará a producirse: sé que nuestros turistas no se olvidarán de nosotros en unas semanas.
Una de las principales obsesiones entre los grandes inversores, sobre todo entre aquellos con una mirada a largo plazo, son las ventajas competitivas: esas características de algunas empresas que las hacen inexpugnables (o casi) para la competencia. Por ejemplo, siempre se ha dicho que su capacidad para encontrarlas es una de las claves del éxito de Warren Buffett.
No hablamos aquí de la posibilidad de conseguir beneficios o márgenes extraordinarios durante algunos años. Eso ocurre a veces, ya sea por una campaña de publicidad exitosa o por el lanzamiento de un nuevo producto. El problema reside en mantener esos beneficios: la lógica del mercado nos dice que cuando la competencia ve que alguien disfruta de grandes márgenes se lanza a intentar atrapar parte del botín.
Sin embargo, en algunas (raras) ocasiones, hay empresas que tienen algo que las demás no pueden copiar, algo que les permite mantener su posición a salvo de los competidores: los expertos llaman «fosos» (moats en inglés) a estas características especiales, tan difíciles de lograr y tan valiosas. Y es un término muy adecuado: porque actúan de forma defensiva, haciendo más complicado el ataque al castillo (los beneficios, los márgenes o la cuota de mercado) de una empresa.
El foso puede ser una imagen de marca (Coca-Cola, Louis Vuitton, Ferrari), un activo irreplicable (por ejemplo, una empresa de materias primas que tenga la mina de cobre o plata con el coste de extracción más bajo del mundo) o una red de clientes muy amplia que empuja a otros clientes a utilizar tu producto para no quedarse fuera (por ejemplo, lo que ha logrado Microsoft con el Office, que refuerza su posición de estándar de la industria con cada nuevo cliente que usa sus programas). Estas ventajas competitivas no son un seguro de vida. Tampoco son un cheque en blanco que te permita cobrar cualquier cantidad por tu producto o dormirte en los laureles. Conocemos los casos de cientos de empresas que parecían intocables y han sido arrasadas por un nuevo competidor o un cambio en los hábitos de consumo que era impredecible hasta unos años antes. Por eso, incluso las compañías con los mejores fosos deben mantener aquello que las hace especiales y cuidar a sus clientes. Pero las ventajas competitivas sí son un arma muy poderosa.
El foso de España
Los países también pueden disfrutar de estas ventajas competitivas. Algunos más anchos que otros, eso sí. Por ejemplo, a lo largo del siglo XX vimos como muchas regiones industriales occidentales, que durante décadas parecían disfrutar de una posición privilegiada (acceso barato a las materias primas, efecto de concentración de la industria, experiencia y know-how,…) se veían desplazadas por la llegada de competidores más eficientes, baratos o innovadores.
España también tiene su foso. Y es excepcional, ancho y profundo. Nos referimos, por supuesto, al sol y playa. Aunque, en realidad, va muchísimo más allá del sol y playa.
Como hemos apuntado en Libre Mercado en algunas otras ocasiones, nuestro país tiene algo irreplicable: su situación geográfica. Buen clima, muchos kilómetros de fantásticas playas y cercanía a los mercados ricos europeos. Pero a esa posición de partida (muy buena, todo hay que reconocerlo) le ha añadido mucho más:
- Un sector turístico competitivo e innovador, con un nivel de calidad-precio excepcional (comparen ustedes un tres estrellas español con uno italiano o francés)
- Calidad del servicio: en ocasiones parece que lo despreciamos, con esa frase de «un país de camareros»… hasta que salimos al extranjero y añoramos y valoramos el nivel de profesionalidad que puede encontrarse en la mayoría de los establecimientos españoles
- Infraestructuras de calidad: desde autopistas a aeropuertos, pasando por la red de alta velocidad
- Seguridad en todas sus vertientes: institucional, monetaria (sobre todo con el euro), calidad del sistema sanitario, un nivel de criminalidad muy bajo…
- Desarrollo económico: servicios turísticos (desde hoteles a restaurantes) de calidad, plena integración tecnológica, grandes centros para reuniones de negocios, capacidad organizativa…
- Cultura: tenemos de todo, desde el patrimonio artístico o los museos que sirven de complemento al turismo de sol y playa, a la gastronomía o el spanish way of life (y sí, les encanta cómo vivimos y disfrutamos de lo que tenemos)
No somos el primer-segundo (estoy convencido de que, si a Francia le quitamos los visitantes de paso, les ganamos por goleada) país turístico del mundo por casualidad. Ni por el clima. Sitios en los que hace calor en verano hay muchos. Pero lugares que aúnen toda la lista apuntada anteriormente, ninguno. Tapas y autopistas; playas excepcionales y bajísima criminalidad; hoteles de calidad y precios moderados; Museo del Prado, Toledo a 1 hora y Madrid de noche… No busquen otro, porque no lo encontrarán.
Es cierto, no podemos dar nada de esto por sentado. Como les pasa a esas empresas de las que hablábamos antes: si ignoran a sus clientes, el foso termina desapareciendo (en Barcelona, por ejemplo, hace años que entre el nacionalismo y la izquierda radical parecen empeñados en cargarse su imagen de marca).
Y tampoco podemos vivir sólo de esto: la economía española tiene muchos problemas de competitividad, productividad, mercado laboral, rigideces… Ser el mejor país del mundo en gestión del turismo no es suficiente.
Pero es una red de seguridad que ya quisieran otros para sí mismos. Incluso en nuestros peores momentos, esto no nos lo quita nadie. Y la competencia, que es creciente y que hace bien las cosas, no puede imitar muchas de nuestras ventajas: no puedes llevarte las playas de la Costa del Sol o los bares de pintxos a otro lugar.
Porque, además, no sólo hablamos de turismo extranjero: el sector debe buena parte de su negocio a los nacionales, a los que salimos a tomar el aperitivo, quedamos a tomar un café o nos vamos a cenar fuera. En pocos países (quizás ninguno) existe la cultura del bar-restaurante como en España, y eso genera también actividad económica, empleo y riqueza.
Y, entonces, llegó el Covid
Durante años, esa ventaja siempre me pareció inexpugnable. Incluso en mis momentos de más pesimismo sobre la economía española (y hubo muchos… y con razones) siempre pensé que al menos no podíamos perder el turismo: nadie nos podía quitar (tampoco imitar) ni nuestra forma de ser ni nuestras costumbres, ni nuestras playas ni los monumentos. De hecho, si me hubieran preguntado hace seis meses si veía un riesgo para la principal industria española habría dicho que sólo lo veía posible (aunque muy poco probable) en el caso de un proceso de degradación política, liderado por la extrema izquierda, en el que el país se venezualizara.
Puede parecer poco y a veces no lo hemos valorado como se merece. Pero esa red de seguridad era excepcional. Porque, además, podía servir de trampolín para aprovechar dos de las grandes mega-tendencias que se intuyen en el horizonte: el envejecimiento de la población y el desarrollo tecnológico, que ayudará al teletrabajo y a separar la fabricación del resto del proceso productivo (del diseño al marketing). Me refiero a esa idea de convertir a España en la Florida-California europea: el lugar en el que se jubilan los ricos del Continente y en el que se instalan las grandes empresas tecnológicas que quieren atraer talento con calidad de vida.
Y, entonces, llegó el Covid-19. Y sí, es un virus demoníaco, que impactará en todas las economías del mundo, que durante este año verán desplomes del PIB desconocidos en tiempos de paz. Y que parece diseñado para hundirnos a nosotros.
Uno de los grandes errores del Gobierno en esta crisis es no darse cuenta de que, lo que para otros países es un problema grave, para España es ruinoso. Por la importancia del turismo en nuestro caso, por el tipo de turismo y por nuestra propia forma de vida. Si esto dura mucho, corremos el riesgo de que se evapore el excepcional foso que habíamos construido. Sin entrar en el topicazo o la caricatura: un restaurante con las mesas al 30%, separadas tres metros, sin grupos grandes, sin compartir platos… ¿En Estocolmo o en Bruselas o en una estación de esquí en los Alpes? No es lo ideal y los dueños de estos locales tendrán menos beneficios, pero probablemente lo pueden manejar. Pero, ¿en España? ¿vamos a salir de tapas separados por mamparas? ¿Los turistas que nos visitan cada año querrán ir al chiringuito a cenar solos?
Aquí tienen un par de artículos para echarse a temblar. En el primero, de Tyler Cowen (uno de los mejores economistas del mundo) para Bloomberg, explica cómo cree que será nueva York tras el Coronavirus: habla de una ciudad más joven tras el éxodo de personas mayores, con menos vida social, menos viajes en transporte público, incluso locales segregados entre los inmunes y los no inmunes. Sinceramente, no creo que lleguemos a eso y quiero pensar que habrá una cura o vacuna en los próximos meses; pero si se cumplen las peores predicciones (que dicen que viviremos con el Covid-19 al menos hasta 2023-24), quizás no sea un escenario tan extraño. Pero lo que para Nueva York es un golpe duro, para España sería devastador.
O este otro reportaje, de la CNN, sobre Nueva Zelanda, uno de los lugares que mejor ha enfrentado la pandemia (19 muertes para 4,9 millones de habitantes). El artículo explica que el pasado lunes sólo se registró un caso de Coronavirus en el país. Pero si uno lee las medidas que han debido tomar para lograr ese éxito, pierde rápidamente el optimismo: cuarentena para cualquiera llegado del extranjero desde el 14 de marzo (con sólo seis casos confirmados en todo el país; desde el 19 de marzo, los extranjeros tenían prohibida la entrada en el país; confinamiento estricto desde el 23 de marzo (con sólo 102 casos confirmados)… Ni siquiera tras las cifras de esta semana se han levantado todas las restricciones en los lugares públicos.
La pesadilla
Para el sector del ocio en España todo esto es una pesadilla. Como explicaba hace unos días en Libre Mercado el presidente de la patronal de los hosteleros, todos los reportajes sobre el incremento del servicio a domicilio están muy bien y sirven para que algunos locales puedan mantener un nivel mínimo de actividad. Pero el negocio no está ahí. Ni vamos a encargar la comida en el bar de abajo cada día, ni pediremos esa cena con postre, café y copa. Glovo no salvará a los restaurantes españoles.
En este punto, quedan dos grandes dudas: en primer lugar, cuánto tardaremos en tener un tratamiento fiable. ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años? ¿Repuntarán los casos y tendremos que desandar el camino de vuelta al confinamiento? Y, en segundo término, cómo reaccionará el consumidor a esa nueva normalidad que se anticipa. ¿Iremos de vermut con mascarilla? ¿Café a metro y medio de distancia del interlocutor? ¿Copas en un bar semivacío? ¿Salir de tapas si la mitad de los bares están cerrados? Está claro que el primer día que nos dejen saldremos todos a por una caña como alma que lleva el diablo; pero si esto se mantiene, no lo tengo claro. Es que no nos pega. Lo que queremos es bullicio, gente, alegría… Los españoles no salimos a cenar porque las croquetas de Casa María estén buenas (que seguro que lo están); salimos para ver a la gente con la que nos tomamos esas croquetas.
Las terrazas pueden ser un paliativo durante los meses de verano. Pero cuidado, ni en toda España el clima permite terrazear de 9 de la mañana a las 12 de la noche de mayo a septiembre, ni será todo tan sencillo. Al 30-50% de capacidad, para muchos no saldrá rentable, porque los gastos fijos son muy elevados. Y está por ver cómo reaccionan los vecinos si las terrazas amplían horarios o espacios; y cómo reaccionan los ayuntamientos en el cobro de la tasa de ocupación que llevan aparejadas estas mismas terrazas.
Ningún Gobierno lo habría tenido sencillo. Como apuntábamos, el puñetero virus parece una creación de nuestro peor enemigo. Si alguien hubiera pensado: «Voy a preparar una pandemia que dañe a toda la economía mundial pero fastidie especialmente a España»… no podría haberlo hecho mejor.
En esta situación, sólo cabía una respuesta, que no habría sido más que un paliativo, pero que habría limitado algo los daños: información fiable. Esto implicaba anticiparse mucho en el calendario (probablemente teníamos que haber tomado medidas, como tarde, a finales de febrero); hacer muchos test que permitieran controlar quién está contagiado y quién no; ser capaz de separar zonas sanas y zonas de riesgo; ofrecer estadísticas muy completas que dieran seguridad dentro y fuera de nuestras fronteras; flexibilidad extrema en la normativa laboral y empresarial para evitar que cierren los negocios; inyecciones de liquidez inmediatas que ya deberían haber llegado a las micropymes; calendario a varios meses vista, que reduzca al máximo la incertidumbre (aunque siempre quedará la duda de cómo evolucionarán los acontecimientos), etc…
Sí, es justo lo contrario de lo realizado: bandazos en la información ofrecida y en las estadísticas, poca anticipación, falta de claridad en las medidas, muy pocas explicaciones sobre las medidas que deben tomar los ciudadanos de a pie (hasta en lo más básico, como si llevar o no mascarillas)… Y la amenaza de venezualización, con el vicepresidente señalando a los medios, tribunales y empresas desafectos.
Quiero creer que al final el peor escenario no llegará a producirse: sé que nuestros turistas no se olvidarán de nosotros en unas semanas. Si hay una cura o vacuna pronto, quizás podamos limitar daños. Y a lo mejor en un par de años ni nos acordaremos del Covid-19: seguiremos compartiendo las raciones de tortilla como siempre hemos hecho. También es cierto que estamos dañando eso que denominamos como «Marca España»: ahora a nuestro país se le asocia con muertes, mala gestión, poca información… No creo que sea un daño irreparable, pero me da miedo que las consecuencias vayan más allá de la temporada de este año, que ya la doy por perdida. Espero que en el verano de 2021, en los turistas alemanes o ingleses pese más el recuerdo de muchas décadas de buen trabajo, que estas semanas de caos informativo, económico y sanitario. Pero, sinceramente, nunca habría pensado que podíamos perder nuestro foso. Y ahora, lo reconozco, como esto dure mucho y nuestro Gobierno siga haciéndolo todo tan mal, lo que me pregunto es si podremos recuperarlo.