No he leído un análisis global y más o menos neutral del problema de fondo: los incentivos y las expectativas.
Llevamos ya varias semanas con la noticia del máster de Cifuentes sobre la mesa. No nos hemos saturado porque lo hemos alternado con los desaires de la realeza, el folletín de Puigdemont, la aprobación de los presupuestos y la guerra comercial de Trump. Además, a medida que se ha ido tirando del hilo, el problema ha ido mutando. Anticipo otras tantas semanas así. Ya han sacado la tesis de Pedro Sánchez y el máster de Pablo Casado, así como varios currículums inflados. Porque, en este país, cuando vemos las barbas del vecino cortar, miramos las de todos los vecinos de la plaza, a ver qué tal las tienen y les aconsejamos que las pongan a remojo. Las nuestras siguen intactas.
Lo que oigo a mi alrededor, especialmente a personas que trabajan en las universidades españolas, es el lamento de que no se puede decir todo, porque si se dijera lo que la universidad esconde, ardía Troya. Un amigo profesor comentaba socarronamente en Twitter: “Verás cuando la gente se entere de lo del programa Erasmus”.
Mientras unos diarios se erigen en adalides de la investigación periodística, pero aprovechan para medrar políticamente, otros hacen lo propio con el sector político opuesto. Sin embargo, no he leído un análisis global y más o menos neutral del problema de fondo: los incentivos y las expectativas que generan nuestro sistema universitario. Un modelo universitario en el que las universidades privadas son culpables por el mero hecho de ser privadas. Y donde las universidades públicas tienen más credibilidad por el mero hecho de ser públicas. Un sistema en el que hay una universidad por ciudad y, en las grandes urbes, casi una por barrio. Y, a pesar de ello, en el que hay un alto grado de control o eso se pretende.
Vivimos en un país con un grave problema de asignación del factor trabajo (es decir, no hay una buena coordinación entre la preparación y la demanda laboral) pero la oferta de estudios universitarios no parece estar en el camino adecuado para solucionarlo.
Los déficits de nuestra universidad van de la mano de otros problemas: la rigidez del mercado de alquileres, la rigidez del mercado de trabajo o la rigidez del propio mercado educativo. Y sí, he dicho mercado educativo. A alguno le ha debido explotar la cabeza. Pero desde mi punto de vista, si entendemos que la fijación de precios y el control del mercado del trigo, o de la leche, genera todo tipo de ineficiencias y un cuello de botella descomunal, la sobre regulación de algo tan importante como la educación no es diferente. Ya Franco se enteró de lo pernicioso que era fijar el precio del trigo para asegurar que todo el mundo pudiera comprar pan. El motivo era de lo más loable. ¿Quién puede negarse a que las personas más necesitadas puedan comer al menos un trozo de pan? Lo que se le escapó al jefe del Estado es que los agricultores también comen, y cambiaron el cultivo de trigo por otro cereal sin regular. Así hasta que se regularon todos los cereales y el precio del pan de todos los tipos se disparó. Este es un ejemplo de lo que trae consigo la sobre regulación. Si lo aplicamos a la educación llegamos a donde estamos.
Los “vendedores” de títulos en las instituciones menos supervisadas actúan como eso, vendedores. ¿Qué hace que un máster sea atractivo? Un profesor estrella, por ejemplo. Pero en ciencias sociales no tenemos ningún Rafa Nadal. Así que se ofrecen clases a “estrellas” de la empresa, el derecho, los estudios de género o la psicología, aunque solamente den tres clases magistrales y el resto del año, corrección de exámenes incluida, recaiga sobre los pringados de turno.
A falta de este recurso, vende mucho tener alumnos “estrella”. Y aquí llega Cifuentes, Sánchez, Casado y toda una pandilla de personajes que presuntamente han disfrutado de un trato preferente con tal de usar su imagen de gancho. Basta con observar la publicidad oficial y extraoficial de las instituciones. No voy a entrar en los favores políticos como contraprestación porque no me constan.
El tercer argumento para promocionar una universidad es la excelencia: el intento permanente de mejorar como única forma de sobrevivir a la competencia. Y ahí está la madre del cordero: la competencia institucional. Una competencia, como su propio nombre indica, sin privilegios; a sabiendas de que, si bajas la calidad, las empresas se darán cuenta, tus alumnos no encontrarán trabajo y estarás perdido. Hay varias universidades y escuelas de negocios de ese tipo en nuestro país. Pero la rigidez del sistema las tiene ahogadas.
La sobre regulación, con las bendiciones del Espacio Único de Educación Superior establecido en el Tratado de Bolonia, ha dado lugar a una carga burocrática inaudita soportada por los profesores. Y, además, nos ha traído el “sello europeo”, requisito fundamental si uno quiere vender sus títulos también al público latinoamericano. Con él, el título es válido en la Unión Europea “a ciegas”. ¿Imaginan qué ha pasado? Hay universidades públicas que venden el sello europeo a instituciones educativas de medio pelo, de manera que, un porcentaje de la matrícula es ingresado en la universidad. La pantomima consiste en que el Trabajo Fin de Máster es “corregido” (en falso) por la universidad pública y así pueden justificar que hay un número de créditos otorgados por la universidad como parte del acuerdo de “colaboración”. Este chanchullo tiene una alta demanda entre los profesionales latinos que necesitan profesionalizarse para trabajar en Europa. La rebomba es cuando se trata de másteres online: te encuentras de todo.
Cuando me intentan convencer de que la educación universitaria debe ser regulada para asegurar la calidad de la enseñanza y me señalan el affaire Cifuentes como prueba de ello pienso en la frase del Dr. House: “Todos mienten, ya lo sabemos, pero fingimos que no porque nos hace sentir más civilizados”.