Más que contrato social deberíamos hablar de “contrato político de la sociedad”.
El pasado 13 de junio, con ocasión de la celebración del centenario de la creación de la Organización del Trabajo (OIT), la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, pronunció un breve pero potente discurso, en el que exhibía gran parte de la retórica y el contenido ideológico perverso que nos rodea. Y es perverso porque suena tan razonable que a nadie que no fuera una persona desalmada se le pasaría por la cabeza cuestionar las palabras de Lagarde. El título lo dice todo: “Forjar un contrato social más fuerte: El enfoque del FMI respecto al gasto social”.
En primer lugar, está el complicado tema de llamar “contrato” a algo que no ha sido jamás firmado, sino que, en realidad, no es más que un acuerdo ficticio e implícito, en el que se supone que usted está de acuerdo, como yo, como todos los ciudadanos presentes y futuros, pero cuyo contenido es reversible, modificable, al antojo de los gobernantes de las naciones, que son por definición, perecederos y cuya fecha de caducidad suele ser menos a una generación. La diferencia temporal entre un “contrato”, el social, que tiene una vida de siglos, y los responsables de sus diferentes interpretaciones y mutaciones, que no llegan a tener una vigencia de 20 años, en el mejor de los casos, es muy relevante. Pero no es el aspecto en el que me quiero centrar.
Lagarde define gasto social como el dinero destinado a la seguridad social, la asistencia social, el gasto público en sanidad y el gasto público en educación. Y afirma que no hay duda de que estos programas son esenciales para impulsar el bienestar de los ciudadanos y la cohesión social. Y es cierto que el bienestar de los ciudadanos es un objetivo importante. Pero una se pregunta a qué llaman los burócratas como Lagarde “cohesión social”. Porque, evidentemente, se ha superado el significado ordinario que alude al sentimiento subjetivo de pertenencia a un grupo. Y así es. Se trata de un término fetiche, de los que el discurso de Lagarde está repleto, y que invoca a un “eje subjetivo-universal”, en palabras del filósofo chileno y exdirector de Desarrollo Social de la CEPAL, Martín Hopenhayn.
Es decir, la cohesión social “recae en la subjetividad, pero supone, precisamente, que hay algo en dicha subjetividad en que todos coinciden -un imaginario colectivo eficaz para la vida en común”. Más allá de la ficción filosófica, la cohesión social implica la eliminación de disparidades económicas y de polarización. Y a mí me parece estupendo: yo soy partidaria de que haya total permeabilidad social. Por eso soy una firme defensora de la libertad económica que permitió la emergencia de la burguesía, representación del fin de los privilegios y de la mentalidad aristocrática. Desde mi punto de vista, es la libertad económica la que permite que surja la ética burguesa de la que habla Deirdre McClosckey.Pero también favorece que se desarrolle el ingenio que se manifiesta en los avances tecnológicos y organizacionales de las empresas, prácticamente desde su nacimiento. Cuál no sería mi sorpresa cuando he comprobado que en las casi dos mil palabras del discurso en ninguna ocasión se menciona la empresa, el empresario o el mercado.
Todos los avances de la civilización proceden del gasto público, del estado benefactor, del asistencialismo. “La importancia de ofrecer seguridad financiera a los ciudadanos para mantener la paz y fomentar relaciones sociales armoniosas es una lección que se remonta a las civilizaciones antiguas”. Y, por supuesto, es a través del gasto social, clave del contrato social del siglo XXI, como se va a lograr esa seguridad financiera. No existe el sector privado.
Por supuesto habla de la Revolución Industrial, la superación de la crisis del 29 y los treinta años de crecimiento tras la Segunda Guerra Mundial. Todo ello fruto de un contrato social ampliamente aceptado y respaldado social y políticamente. Y punto.
Pero, no se ciñó Lagarde a una torticera explicación de la historia económica reciente en su discurso. También presentó los enormes desafíos que nos trae el siglo XXI: las pensiones, la tecnología, el crecimiento de las desigualdades, el cambio climático, el aumento de la desconfianza. Porque para que una economía sea “resiliente”, debe ser inclusiva; esto, a su vez, favorece la adhesión a políticas de crecimiento, y por ende, genera confianza. Y nos habla de confianza Christine Lagarde, culpable de negligencia, según la justicia francesa, en la desviación de dinero público en el caso Tapie, hace sólo tres años. «El riesgo de fraude se me escapó totalmente», afirmó entonces. Completamente comprensible si tenemos en cuenta que ella no se jugaba su dinero sino el de los contribuyentes franceses. Exactamente como sucede cuando se trata de la gestión política.
Porque, más que contrato social deberíamos hablar de “contrato político de la sociedad”, ya que se refiere a la gestión política de las necesidades de la sociedad. La realidad que nos muestra la historia es que la mejor política social es que haya trabajo para todos. La mejor forma de lograr que haya cohesión social pasa por no impedir la libre empresa, sino vigilar que se cumplan los contratos y no gravar los incentivos a ahorrar de los ciudadanos.
Claro que se presentan muchos desafíos económicos ante nuestros ojos, pero la máxima de Franklin D. Roosevelt que Lagarde cita, ““La prueba de nuestro progreso no es que aquellos que tienen mucho, tengan más, sino que aquellos que tienen demasiado poco tengan más”, se ha logrado históricamente gracias a las libertades en las que se sustenta el capitalismo burgués, no la planificación y el intervencionismo socialistas. Por ello, pretender desarrollar políticas de gasto social “inteligentes y fundadas en la compasión”, es encaminarse hacia el precipicio del fracaso y asegurar la ruina de los trabajadores burgueses, quienes han levantado la prosperidad de la que hoy disfrutamos. Cierren ya el FMI, por el bienestar de los ciudadanos presentes y futuros.