Cada paso adelante de ese feminismo socialista y sectario supone un nuevo motivo para reclamar la igual libertad de todos.
“La revolución es imparable, pacífica y absolutamente cargada de justicia”: cuatro mentiras en diez palabras de la vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, sobre el 8M y el movimiento feminista de tercera ola. Si es una revolución o no, habrá que verlo. Si lo es en alguna medida, no lo será pacífica; entre otros motivos porque no es imparable, y porque supone un ataque frontal a varios derechos fundamentales. Y por este motivo, no tiene nada de justa. Carmen Calvo miente como un ministro.
Y, sin contradicción con todo ello, las palabras de Calvo tienen mucho de verdad. Realmente la vocación del movimiento 8M es revolucionario. Lo explican ellos mismos en su manifiesto: “En estos últimos años nuestras propuestas fueron: en el 2017 el Paro Internacional de Mujeres y en el 2018 y 2019 planteamos la Huelga Feminista con el objetivo de mostrar que sin nosotras el mundo no se mueve (…). Porque formamos parte de un proceso colectivo de apoyo mutuo y de transformación radical de la sociedad, de la cultura, de la economía, de las relaciones, nuestra propuesta este año 2020, es la Revuelta Feminista”.
Entre otras cuestiones, incluyen en el cajón de “las violencias machistas”, cuestiones sociales de toda laya: “Es necesario que se tenga en cuenta las distintas causas y dimensiones de las violencias machistas (…). También señalamos y denunciamos la violencia sexual que nos afecta de modo aún más marcado a mujeres en situación de vulnerabilidad, como somos las mujeres migradas, las trabajadoras domésticas, las mujeres con diversidad funcional, las tuteladas y las mujeres con problemas de salud mental que sufren violencia quedando sus derechos desprotegidos”. El feminismo de tercera ola se convierte en una cuña para inocular a la sociedad con socialismo. Es un feminismo en el que la mujer es sólo un señuelo; un instrumento, un trebejo, un medio para otros fines.
Entre las reivindicaciones elegidas por los impulsores del 8M están la política de fronteras y de inmigración, el empleo (“Hasta los ovarios de trabajos precarios”, la Ley de Dependencia, la ecología, el consumo… “Patriarcado y capital, alianza criminal”).
Lo más importante de lo ocurrido en la manifestación madrileña del 8M es la expulsión a golpes e insultos de los representantes de Ciudadanos, y su sanción, o justificación, por una parte de la prensa (“abandona”, “tienen que abandonar”, “se ve obligado a abandonar”…). Tres activistas se quedaron sentadas para impedir la marcha de la comitiva de Ciudadanos, pero no se dejaron amedrentar. Los insultos envolvían la sincera opinión de que Ciudadanos no debería estar en la manifestación.
Realmente, no tienen sitio allí. Hace un año publicaron su decálogo de feminismo liberal. Como otros aspectos del programa de Ciudadanos, se queda a medio camino entre la social democracia y el liberalismo. Por un lado, proclama la necesidad de intervenir en la sociedad para obtener determinados objetivos trazados sobre un papel, como la igualdad en la media de los sueldos de hombres y mujeres, o proclama que es misión del Estado modelar nuestras cabecitas en el sistema educativo. Pero por otro habla de un feminismo inclusivo, bandera de mujeres y hombres, no sectario y que habla de “la emancipación del individuo sin distinción de sexo” ni por ningún otro criterio.
El Partido Popular tiene un discurso parecido. Recientemente el partido ha publicado un vídeo en el que muestra a varias de sus mujeres más importantes. Destacan que han llegado hasta allí sin cuotas, pero el mensaje es otro. Cada una de ellas habla de otras mujeres de partidos rivales. Es una apelación a la convivencia y a la ausencia de sectarismo, entre la denuncia por pasiva de la actitud de la izquierda y la sumisa petición de que les acepten en la grey feminista. Cada apelación a las rivales está vinculada con un valor de carácter universal. Una de las líderes del PP lo llega a decir expresamente, y señala que el valor que le atribuye a su rival, la valentía, es tanto de hombres como de mujeres.
Las pocas pero poderosas palabras genuinamente liberales del decálogo de Ciudadanos, la apelación a la convivencia del Partido Popular, todo ello entronca con una concepción de la sociedad y del individuo que hemos llamado, sí, liberalismo. Y es aquí, en el individualismo, donde el feminismo liberal tiene su fuerza y el motivo de su previsible fracaso. No hay derecho que reclame para las mujeres que no valga para los hombres, porque precisamente otorga un valor supremo a los derechos de todo individuo, sin distinciones; es decir, en igualdad. Por eso libertad e igualdad van unidas, y no separadas. Y la apelación a ambos valores sólo puede ser estrictamente feminista en aquellas sociedades en las que se produce el escándalo de una discriminación ante la ley por motivos de sexo.
Pero una vez conquistada esa igualdad, el programa feminista liberal muere de puro éxito. Concluye, y se subsume en la defensa de los derechos de todos. Por eso llega un punto en el que no tiene nada más que ofrecer. Y por eso existe la tentación de ir más allá y adoptar un programa socialdemócrata que acaba por ser lo contrario: imponer distinciones entre los individuos en función de su sexo. Mientras que el feminismo revolucionario siempre encuentra motivos para subvertir los derechos individuales para alcanzar viejos y nuevos objetivos sociales.
Cada paso adelante de ese feminismo socialista y sectario supone un nuevo motivo para reclamar la igual libertad de todos. Pero ese mensaje es incompatible con la participación en una tenida sectaria como la del 8M. No se puede proclamar la igualdad de derechos de todos los individuos y acudir a un acto político que parte exactamente de lo contrario.