Obama no supo tratar con el Congreso en ocho años de mandato. Trump parece haberlo logrado en uno.
La presidencia de Donald Trump comenzó con un fulgurante arranque, con un discurso articulado y poderoso, aunque algo contradictorio, y con medidas adoptadas por decreto que evidenciaban una voluntad de dejar huella sobre la política y la sociedad americanas. El recurso a los decretos (órdenes presidenciales) es limitado, y muy pronto se encontró con dos problemas: uno en los juzgados, donde encallaban algunas de sus medidas, y otro en el Capitolio. Trump es, en realidad, un independiente que ha fagocitado al Partido Republicano, y que llega con una plataforma ideológica propia, que no encaja del todo con la del GOP. Además, una cosa es devorar los informativos de televisión y otra conocer los entresijos de la negociación política lo suficiente como para saber negociar con los legisladores de ambos partidos. Y aquí Trump, como Obama, era un aprendiz. No sabía cómo legislar, y eso se vio en su fracaso, sin paliativos, en terminar con la reforma sanitaria de Obama.
Por otro lado, la Casa Blanca era un caos. Tardó en darse cuenta de que liderar al gobierno federal no es lo mismo que gestionar un emporio empresarial. Y la guerra, mutuamente librada, con la prensa, limitaba su interlocución con el pueblo americano. El atajo de twitter, 140 caracteres, con su personalidad narcisista e insolente, sólo contribuye a empeorar su imagen.
Pero la elección de John Kelley como jefe de gabinete en julio bajó la entropía en la Casa Blanca de manera espectacular. Por otro lado, Trump desplomándose en las encuestas y el GOP viendo la llegada de la Santa Compaña en las elecciones de mitad de mandato en 2018 son argumentos muy poderosos, que han aconsejado a ambas partes mejorar su capacidad de negociar. El que ha aprendido, claro está, es el rookie del año, Donald Trump. Y vaya si lo ha hecho.
Ha terminado el año cumpliendo una de sus principales promesas para toda la legislatura: una importante reforma fiscal que aliviase el bolsillo de empresas y particulares, y favoreciera el crecimiento económico. La reforma aprobada no es “la más importante de la historia”, como ha dicho el fanfarrón en jefe, pero sí desde la era de Reagan. Su importancia económica y política es notable.
La reforma más importante se produce en el Impuesto de Sociedades. Los Estados Unidos, que fueron el símbolo de la libre empresa, tenían hasta la llegada de Donald Trump la tasa más alta del mundo del Impuesto de Sociedades, el 35 por ciento. Ahora se rebaja al 21, que es la más moderada desde 1939. Por otro lado, los fondos que habían huído de la voracidad del Estado Federal pagarán una tasa única del 15,5 por ciento.
En Bienvenido Mr. Marshall, el alcalde le pregunta al gobernador, que acaba de llegar a Villar del Río, que qué hay de lo del ferrocarril. “¿Qué ferrocarril?”. “Es que usted dijo desde ese balcón nosequé del ferrocarril”, precisa el alcalde. Y el gobernador responde: “Y lo repito, señor alcalde. Yo siempre repito eso del ferrocarril”. Bien, pues eso es lo que hacen los ministros de Hacienda: repetir siempre eso de la lucha contra la evasión fiscal (fraude fiscal es otra cosa; es lo que hacen los políticos con nuestro dinero). La nueva ley de impuestos adopta medidas para evitar la evasión, especialmente por medio del ocultamiento del valor de los intangibles; algo especialmente valioso en el segundo país del mundo en número de patentes.
Las normas fiscales son un laberinto que hace que un mismo tipo de ingreso, como por ejemplo las rentas del capital, tribute de una manera u otra en función de que cumpla tal o cual supuesto. El laberinto favorece un tipo de inversión sobre otra de forma arbitraria, por lo que distorsiona el destino del capital. La nueva norma elimina gran parte de esos agujeros fiscales, que va creando el propio Congreso como pago de favores a grupos de presión (sectores económicos, grupos de votantes…).
Robert J. Barro calcula que los cambios en las deducciones por amortización reducirán el coste del capital variable un 10 por ciento, y sobre el capital fijo un 14. El menor coste del capital aumentará su relación con el trabajo, lo que se manifestará en un aumento de la productividad del trabajo y, en consecuencia, en los salarios, que Barro calcula en un 7 por ciento a largo plazo.
Su reforma en lo que nosotros llamamos IRPF es menos llamativa. Rebaja el tipo máximo del 39,6 al 37 por ciento, todavía muy lejos del 28 en que se fijó en 1986. Siempre se destaca el tipo más alto por un motivo obvio: El 70 por ciento de los ingresos del Estado por el Impuesto sobre la Renta procede del 10 por ciento de contribuyentes que más aporta. En contra de lo que dice la prensa, que nunca desprecia una mentira si es útil contra Trump, la reducción afecta sobre todo a las clases medias, no a las altas, como se puede ver en este estudio del Cato Institute.
Según recoge Barro, la reforma reducirá el tipo medio efectivo del Impuesto sobre la Renta en 3,2 puntos porcentuales, por los 4,5 de lareforma de Reagan (1986-1988), 3,6 de Kennedy-Johnson (1965-1967), y 2,1 de Bush hijo (2002-2003). Sus investigaciones le llevan a calibrar en medio punto de crecimiento del PIB por cada punto porcentual de rebaja efectiva en el tipo medio de IRPF, y cita un nuevo estudio que aprecia un efecto notablemente mayor. Sea cual fuere el efecto final, lo cierto es que contribuirá de forma más que evidente al crecimiento económico del país.
Dobla el mínimo exento para los matrimonios hasta los 24.000 dólares, y la deducción por hijo hasta los 2.000. Y elimina el “mandato individual”, una provisión del Obamacare que obliga a los ciudadanos a adquirir un seguro médico, lo quieran (o lo puedan pagar), o no.
Hay muchas críticas razonables a esta reforma. La primera de ellas es que no es muy ambiciosa, especialmente en el IRPF. Y adopta medidas positivas, pero a medias. La deducción por el pago de intereses sobre hipotecas se reduce del millón de dólares a 750.000. Mejor, pero habría que haberlas eliminado. Aunque el mínimo exento del impuesto de Sucesiones prácticamente se dobla hasta los 11 millones de dólares, no lo elimina. Y mantiene el doble sistema fiscal (Alternative Minimum Tax), que obliga a las familias a hacer dos cálculos cada vez que van a cumplir con Hacienda.
Esta nueva ley tiene una evidente lectura política. En primer lugar, Donald Trump parece haber aprendido a legislar. Lo ha vuelto a demostrar llegando a un acuerdo con los demócratas en un asunto tan espinoso, y tan importante para él y para los demócratas, como es la inmigración. Él acepta no expulsar a los DREAMERs, los inmigrantes que llegaron ilegalmente siendo menores, y los demócratas apoyan algunas medidas promovidas por Trump contra la llegada de nuevos inmigrantes ilegales. Obama no supo tratar con el Congreso en ocho años de mandato. Trump parece haberlo logrado en uno.
Y en segundo lugar, es prácticamente seguro que perderá las elecciones legislativas de mitad de mandato, por dos razones: la primera y fundamental es que los electores se comportan así desde hace décadas: votan en contra del partido del presidente recién llegado. Y dos, Trump es muy impopular. Pero también es cierto que a la gente le gusta tener la seguridad de que va a trabajar, como le gusta ver que los sueldos crecen. Hoy, la tasa de paro es la más baja en 17 años. Y tanto la reforma fiscal como el mayor esfuerzo desregulatorio en décadas favorecerán el crecimiento y el empleo durante el año que estamos estrenando. Y puede que Trump acabe dándole la vuelta a la situación. Tan es así, que empieza a ser posible que tengamos que esperar a su sustituto hasta 2024.