Mucho ha tardado el banquero central en percatarse de que los gobiernos cuentan con un amplio margen para manipular a su antojo todo tipo de cifras e indicadores con el fin de ofrecer unas cuentas públicas favorables a sus intereses. La espita saltó con Grecia al descubrirse que su déficit público alcanzaba, en realidad, los dos dígitos. De hecho, aunque la última versión oficial sitúa la brecha fiscal en algo más del 13% del PIB en 2009 la revisión de los datos por parte de Eurostat amenaza con elevar esta cifra hasta el 15,6%, casi 10 puntos porcentuales más que lo reportado inicialmente por el anterior Ejecutivo heleno.
Así pues, ante tal escándalo, no es de extrañar que el Banco Central Europeo abogue ahora por implantar una nueva ley estadística para consagrar unos estándares mínimos de contabilidad a nivel comunitario. Por desgracia, Grecia no es el único país en aplicar ingeniería contable para maquillar sus cuentas. Y es que, al fin y al cabo, es el cocinero (gobierno) quien decide en la cocina. Es decir, existen múltiples formas de contabilizar los datos. Así, por ejemplo, el paro real no asciende a 4 millones de personas sino a cerca de 4,6 millones por obra y gracia del maquillaje de desempleados; la deuda pública real no es del 58% del PIB sino del 75%, si se tienen en cuenta los cerca de 166.000 millones que no incluye el procedimiento de déficit excesivo que impone Bruselas; de hecho, la deuda implícita –volumen de compromisos financieros adquiridos presentes y futuros– rozaba el 150% del PIB en 2005 tan sólo contando el gasto en pensiones públicas, según las estimaciones de la Comisión Europea.
El caso de Grecia ha destapado el gran fraude de las cuentas públicas. Y, últimamente, las dudas sobre la realidad de las cuentas nacionales se ciernen también sobre España. Algunos analistas y consultores no dudan en afirmar que el PIB español está exagerado. El problema de fondo, sin embargo, es que más allá de la habitual cocina estadística, la contabilidad nacional constituye un instrumento inútil y engañoso a la hora de medir la actividad económica de un país.
En primer lugar, cabe recordar que, originalmente, el término "estadística" deriva del propio Estado, ya que hacía referencia al análisis de datos del Estado, es decir, a la "ciencia del Estado". Fue en el siglo XIX cuando dicho concepto comenzó a emplearse para definir la recolección y clasificación de datos. Los primeros servicios de estadística nacional nacieron para elaborar censos de población y ventas de mercancías con el único fin de recaudar impuestos de una forma más eficaz. Cuanto menos curioso, ¿verdad?
En segundo lugar, el Producto Nacional Bruto (PNB) y el Producto Interior Bruto (PIB), principales indicadores estadísticos de toda economía, excluyen de su contabilidad a gran parte de los procesos de producción que se desarrollan en el país. En concreto, deja fuera a las etapas intermedias existentes en la fabricación del conjunto de bienes y servicios que llegan finalmente al consumidor. Un objeto, en principio, tan simple y rudimentario como un lápiz precisa de un gran número de etapas, en la que concluyen múltiples procesos, intermediarios y agentes, antes de que éste sea adquirido en una tienda por el consumidor –lean Yo, el lápiz, un breve texto esclarecedor-. Ni que decir tiene que esta complejidad se multiplica de forma desorbitada si en lugar de un lápiz tomamos como referencia la fabricación de un coche o de un reactor nuclear.
Dichas fases intermedias son esenciales para comprender la importancia vital del ahorro, la inversión y la preferencia temporal de los agentes (tipos de interés) dentro de una economía de mercado. Pues bien, el PIB borra de un plumazo todos estos procesos intermedios al consumo final, ya que tan sólo computa el valor agregado de la producción de bienes y servicios de consumo y bienes de capital finales que son terminados en el ejercicio, sin tener en cuenta las rentas brutas totales que se generan en todas las etapas previas. No incluye el valor de los bienes de capital circulante, los productos intermedios no duraderos o los bienes de capital no terminados o que una vez terminados pasan de una etapa a otra, etc. De este modo, el PIB ignora la dimensión temporal que existe en todo proceso productivo –por ejemplo, desde que se diseña un coche hasta que se vende pasan 5 años–, aspecto clave del capitalismo, así como el enorme esfuerzo empresarial que cada año se destina a la producción de bienes intermedios.
Y ello, bajo la excusa de evitar la "doble contabilidad", otra falacia propia de la economía imperante, ya que la mayoría de bienes intermedios fabricados en el ejercicio se venden acoplados a bienes de consumo adquiridos en ejercicios posteriores. Las cifras de PIB son, pues, engañosas desde el principio y, por lo tanto, están viciadas en origen. Y todo ello como resultado del keynesianismo dominante, tendente a sobreponderar el peso del consumo dentro de una economía –el consumo suele representar entre el 50% y el 70% del PIB, según los países-.
En este sentido, el Departamento de Comercio de los EEUU publicó un estudio en 1986 en el que ponía de relieve que el 44% de la renta bruta americana eran productos intermedios no recogidos en el PIB. El contabilizar estos bienes que se producen en las etapas intermedias del proceso productivo permitiría medir con mayor precisión los cambios que los ciclos económicos producen, no ya en el consumo, sino sobre todo en el ahorro y la inversión, así como los nefastos efectos que la expansión crediticia de los bancos centrales genera en la estructura del capital. Así pues, más allá de la cocina que efectúa cada gobierno, la tragedia es que el PIB es en sí mismo un gran engaño.