Vendrá la desbandada final. Empezará en el velorio cuando alguien, en voz baja, pregunte qué hacemos, y alguien, en el mismo tono, responda: hay que enterrar el sistema. No funciona.
Este sábado Fidel Castro cumplió 90 años. Padece graves problemas de salud, como prácticamente todos los ancianos de esa edad. Hace una década casi lo mata una diverticulitis. Tuvo que operarse varias veces y le quedaron como secuela un ano artificial y el abandono del poder.
El cirujano le cercenó medio metro de intestino, mientras su hermano Raúl, heredero de la dinastía familiar, se ocupó, en su momento, de eliminar a los fidelistas del entorno de la casa de gobierno. Así cayeron Carlos Lage, vicepresidente, Felipe Pérez Roque, ministro de Relaciones Exteriores, y otras figuras menores del aparato.
¿Qué más le ocurre? Como el 93% de las personas de esa edad, ha perdido movilidad (suele utilizar una silla de ruedas), tiene momentos de confusión, pérdida del equilibrio, de la audición y de la memoria (agravada por las sesiones de anestesia), mientras exhibe episodios de irritación, ansiedad y depresión.
Según los médicos que lo han tratado, incapaces de quedarse callados, los contratiempos lo frustran y agitan. En un par de oportunidades ha tenido alucinaciones. Está más paranoico que de costumbre. Ha perdido facultades cognitivas y, por ende, una buena parte de su habitual curiosidad.
Aunque trata, no puede aprender ni razonar. A veces se le traba la lengua, o la cabeza, y dice disparates. Las proteínas se le acumulan en las células nerviosas del cerebro, especialmente en los lóbulos frontal y temporales. A esa edad suele visitarnos el inevitable Dr. Aloysius Alzheimer, Alois para sus amigos. Su hermano mayor, Ramón, que no era un mal hombre, murió totalmente loco a los 91 años en febrero pasado.
¿Qué peso tiene Fidel en el Gobierno? Bastante, pero de una extraña manera. Raúl se acostumbró a ser un apéndice de Fidel. Le debe, literalmente, la vida. Cuando Raúl era un adolescente, se lo entregaron a Fidel en La Habana para que consiguiera educarlo. La familia, en el otro extremo del país, quería que fuera médico o abogado. Fidel lo hizo matarife.
Lo convirtió en su hombre de confianza, en su guardaespaldas, en su segundo de a bordo. Lo inició en los tiroteos y en un marxismo rudimentario hecho de consignas. Luego lo arrastró al ataque al Moncada, al presidio, a México, donde enterró clandestinamente a un compañero insubordinado asesinado por Fidel. Lo llevó a la Sierra Maestra y, finalmente, al poder. Lo convirtió en ministro de Defensa. El Comandante no confiaba en nadie, salvo en su hermano, para entregarle la llave de los rayos. Ahí estuvo Raúl agazapado, casi medio siglo, hasta que, colgado de los intestinos de su hermano, llegó al poder.
Como Fidel no creía demasiado en las habilidades de Raúl, quien le parecía un tipo ignorante y mediocre, sin lecturas ni talento, pero leal, organizado y laborioso, había pensado dividir la autoridad entre tres personas si moría o se retiraba.
Carlos Lage, que era un hombre ordenado y metódico, llevaría la gerencia del manicomio. Felipe Pérez Roque se haría cargo de la dirección política. Raúl se ocuparía de la represión y de evitar que el poder se les escapara de las manos controlando a las Fuerzas Armadas, la Policía, la inteligencia y la contrainteligencia (unas 350.000 personas entre todos los cuerpos). Es decir: las tres tareas que desempeñaba Fidel Castro.
La diverticulitis precipitó el cambio y no hubo tiempo para la triple coronación. Raúl, pues, se encargaría de todo, auxiliado por Lage y por Pérez Roque, a quienes, por cierto, les habían transferido las relaciones con Hugo Chávez porque les parecía (a Raúl también) un tipo insoportable y pegajoso, con la billetera repleta, eso sí, que solía decir estupideces y trataba a Fidel con una familiaridad parejera –se colocaba a pareja altura– que al cubano le repugnaba.
¿Cómo manda Fidel en la situación tan precaria en la que se encuentra? Sencillo: lo hace a través de su hermano, casi sin proponérselo. Raúl no se atreve a moverse de los límites establecidos por Fidel. Está y estará paralizado tratando de averiguar la opinión del Comandante ante cualquier cambio sustantivo. Se acostumbró a obedecerlo y a declararlo genio, y ahora se devana los sesos tratando de complacerlo. Los lineamientos o reformas raulistas no son otra cosa que la codificación de los cambios desordenadamente autorizados por Fidel en los noventa, tras la desaparición de la URSS. El propósito de Raúl no es enterrar el sistema, sino tratar de apuntalarlo.
¿En qué parará esta larga dictadura cuando los dos hermanos hayan pasado a peor vida? Probablemente comenzará el desguace. La fuga acelerada de cubanos jóvenes demuestra el dato clave que legitima el vaticinio: casi nadie tiene esperanzas de que ese régimen mejore, mientras los comunistas carecen de energía y cohesión para prolongarlo. Vendrá la desbandada final. Empezará en el velorio cuando alguien, en voz baja, pregunte qué hacemos, y alguien, en el mismo tono, responda: hay que enterrar el sistema. No funciona.