Desde el punto de vista político, estamos presenciando el desmoronamiento de la credibilidad de nuestra democracia.
Tras unas largas vacaciones, regreso a mi tribuna de opinión con una extraña mezcla de sensaciones. Diríase que estas Navidades hemos vivido la calma que precede la tormenta. Sánchez nos ha pillado a la mayoría con el pie cambiado y ha cerrado un acuerdo de gobierno, logrado la aprobación del Congreso y elegido los ministros en un esprint difícil de igualar. No está mal. Recuerdo que, durante la Transición, el Gobierno de Suárez legalizó el Partido Comunista Español un 9 de abril, Sábado Santo. Fue un golpe de efecto magistral. Sánchez parece haber aprendido y muchos españoles hemos escuchado los dos debates y los discursos de investidura en el coche, volviendo del pueblo.
Los analistas económicos nacionales e internacionales se han apresurado a prevenir a quienes han querido leerles y escucharles, acerca de las consecuencias económicas de los acuerdos pactados por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Daniel Lacalle, Juan Ramón Rallo, Manuel Llamas y autores mencionados por Dan Mitchell en una magnífica entrada en su página, como Miguel Sánchez de Pedro o Luis Pablo de la Horra, han señalado los principales problemas que se ven de lejos. Aumento del gasto, aumento del desempleo, aumento de los impuestos, y un desajuste clamoroso entre gastos e ingresos previstos son los rotos más evidentes, ninguno de ellos menor.
La reforma laboral, que salvó un millón de puestos de trabajos, va a ser derogada “por la fuerza de la calle” según la ministro Díaz. La reforma de las pensiones viene de la mano de una propuesta de renta básica. Los nombramientos arbitrarios de la mujer del César ‘podemita’ para la cartera de Igualdad, o de un admirador del régimen castrista para Consumo, bien valen una presidencia, debió pensar Pedro Sánchez. No han pasado quince días de 2020 y parece que hemos entrado en la espiral de la psicodelia política. Parece irreal.
El pasado lunes, sin ir más lejos, el presidente propuso a Dolores Delgado como Fiscal General del Estado. Nada que decir, si no fuera porque dirigía el Ministerio de Justicia. Los titulares de prensa del día 10 de enero hablaban de que su continuidad era imposible debido al escándalo Villarejo. Delgado aparece en las grabaciones del excomisario y no sale muy bien parada. Sus contactos con Garzón, expulsado de la carrera judicial, sus comentarios refiriéndose a la homosexualidad del ministro Grande-Marlaska, están en su contra. A su favor, la exhumación de Franco. El resultado, entrar en la Fiscalía General por la puerta giratoria que asegura un futuro venturoso a los políticos ‘quemados’, premiando el servicio al partido. Y como comentaba una amiga en Twitter: yo soy ella y no lo acepto, por pudor. Es mucho pedir.
Pero nada de lo mencionado hasta ahora se configura como el impacto más pernicioso que esta nueva etapa política nos puede traer.
Desde el punto de vista económico, como dice Dan Mitchell en su página web, España tenía que ir justo en sentido contrario al elegido. La incertidumbre respecto al calado de las medidas económicas directas y respecto a cuánto va a descuadrar el equilibrio el exceso de gasto generado por los comunistas de UP en el Gobierno; la posibilidad nada desdeñable de que arremetan contra inversores, ahorradores y empresarios creando un clima irrespirable para quienes crean riqueza y puestos de trabajo en la economía, son temas que hay que observar. Hoy, más que nunca, hay que analizar cada medida y sus efectos, para denunciar, concienciar y darles visibilidad. La buena dirección pasa por lo opuesto: hacer que España sea objeto de deseo de inversores, creadora de ahorro y de inversión, capaz de proyectarse hacia el futuro, a ser posible con nuestros propios recursos. Es más, ya puestos a soñar, que España sea financiadora de los avances de otros países. No va a pasar. El español medio sigue pensando que los ricos son malos, aún cree que cualquier cargo público, por ser público, está impregnado de una superioridad ética y moral esencial y, por tanto, los puestos de trabajo, la riqueza, los avances tecnológicos deben venir de su mano.
Desde el punto de vista político, estamos presenciando el desmoronamiento de la credibilidad de nuestra democracia y sus instituciones, que ya estaban deterioradas. No es este Gobierno el único responsable. Cada sobre por debajo de cuerda, cada ‘patadita’ a una institución, cada avance en la politización de la Justicia por parte de los partidos políticos que han tenido en su mano no hacerlo y han preferido seguir adelante, han puesto un granito de arena. Cada gota es el mar. Y, en este ámbito también.
Me preocupa que esos responsables por acción u omisión no estén haciendo el imprescindible ejercicio de reflexión, detección de errores y restauración de protocolos, actitudes y, en definitiva, valores, individualmente y dentro de su partido. Me preocupa que, de nuevo, la culpa sea del cha-cha-chá. Me preocupa que quienes se han presentado como la alternativa conservadora se conviertan, como todo parece indicar, en un grupo folclórico que lanza grandes proclamas, busca focos en el Parlamento, pero no tiene sustancia. Me preocupa, finalmente, que el gobierno que tenemos sea el que de verdad representa a la sociedad en la que vivo. Porque si es así, estamos emprendiendo la vía rápida a la argentinización económica. España se puede convertir en el caldo de cultivo ideal del nuevo comunismo, más o menos encubierto, como el de Corbyn o Sanders. Un verdadero desastre.
Para evitarlo creo que es imprescindible que cada uno se plantee cuál es su línea roja, qué comportamientos son intolerables de acuerdo con su moral particular, cómo va a exigir a los políticos que no traspasen esos límites. Malos tiempos para la lírica.