La política de las identidades borra los atributos reales de cada individuo.
Es difícil entender todas las extrañas criaturas con las que convivimos si no sabemos de dónde proceden. Con el ceño fruncido, elevado el tono de voz, adusto el gesto, nos dicen que hombres y mujeres somos especies distintas, con los primeros en la posición de parásitos. O aquellos que, sin renunciar a estas ideas y con sañudo sacrificio de la lógica, dicen que hombres y mujeres no existen, y que hay decenas, cientos de opciones sexuales diferentes, todas válidas salvo quizás la de los hombres heterosexuales. O que hay una diferencia esencial entre los blancos y el resto, aquéllos que no tienen nuestra piel y por tanto están racializados; y a eso se le llama antirracismo. ¿De dónde vienen? ¿Qué hacen en nuestro planeta y cuál es su misión?
Por supuesto, ellos son nosotros mismos, si bien bajo el influjo de lo que podríamos llamar marxismo postmoderno, a falta quizás de un término mejor. Tan post y tan moderno, que apenas es posible reconocer en él al parásito barbudo que ha subyugado el mundo con sus teorías. El marxismo exponía un mundo movido por fuerzas que se escapan a la voluntad del hombre, que responden a una lógica aprehensible, pero inmutable, que se despliega inexorable en la historia, y ante la cual sólo nos queda esperar dónde nos coloca el maremoto marxista, entre la vanguardia de la historia y el gulag.
Eran fuerzas, además, materiales: caían del lado tonto de la dualidad alma-materia. La de Marx es literalmente una economía desalmada, y por eso nunca tuvo la oportunidad de entender nada ni llevar al hombre a algo distinto de la opresión y la miseria. Pues pretende que son materiales el valor, los precios, el dinero, el capital… todas ellas creaciones del alma humana encaminadas a satisfacer nuestras necesidades. Sí, tenemos un cuerpo que atender, pero Marx no tuvo en cuenta la observación de Smith de que el estómago humano es en verdad pequeño. Y sí, es la materia la que transformamos. Pero lo hacemos con ideas, y son éstas las que le otorgan vida. Economista y materialista son términos antagónicos.
Será por las contradicciones internas, o por lo inhumano de su pensamiento y de su praxis, pero el marxismo ha fracasado en todos los ámbitos de la vida social, salvo en el averno del poder. Y aún ahí remite.
Mucho antes del fracaso histórico del socialismo marxista en 1989, dentro de su grey se produjo una reacción para salvar los muebles. Por un lado, ante la constatación en los años 60 de que las economías socialistas no podían acercarse a la prosperidad capitalista, se produjo una feroz crítica al crecimiento, en cuanto reconocieron que ese fruto sólo maduraba en libertad. Por otro, se transformó el marxismo para eliminar algunos de sus elementos y mantener otros.
El cambio principal fue eliminar el materialismo. La economía, que Marx supuso material, lo determinaba todo: la evolución social, por esa vía la histórica, y asimismo la cultura. Al eliminar la economía como motor, cayeron las leyes de la mecánica social descritas por Marx. Y con ellas desaparecieron dos elementos: el profético, que había fracasado en su contraste con la historia, y la paradoja de querer hacer una historia que sigue sus propias leyes sin intervención de la voluntad humana.
Antonio Gramsci, y con él otros autores, le dieron la vuelta a la situación. La cultura no es la superestructura, no es el subproducto de la maquinaria económica. Es una malla tendida por la burguesía sobre la sociedad, para evitar cualquier revolución. Lo que hay que hacer, dice Gramsci, es sustituir la hegemonía cultural burguesa por otra marxista. Sus ideas explican el grueso de lo ocurrido en política desde los años 60.
Gramsci se desembaraza de Marx, le da sentido a una acción revolucionaria, permite asumir los reveses políticos, y ofrece la posibilidad de que haya un programa de acción, tanto colectivo como individual, y una esperanza de victoria. Pero falta ofrecer ese programa. Y ahí entran las otras ideas a las que me refiero.
Estas ideas tienen varios elementos del viejo marxismo. Divide a la sociedad en opresores y oprimidos, aunque sea sobre otras bases (blancos-resto de razas, hombre-mujer, etc). Busca anegar la sociedad en disolvente universal para construir el socialismo desde el vacío. Por eso la Iglesia sigue siendo un poderoso rival, aunque ya la han tomado como hicieron con las Universidades y los medios de comunicación. Y, en tercer lugar, sigue siendo necesario eliminar al elemento esencial: el individuo.
El viejo marxismo eliminaba al hombre separando las consecuencias de su acción de su voluntad, convirtiéndole en sujeto de un devenir social mecánico, sobre el que no tiene control alguno. Y encerrándole en las paredes de una clase social de nuevo al margen de su voluntad y de sus acciones.
El nuevo elimina la individualidad. La política de las identidades borra los atributos reales de cada individuo, hace que no le pertenezcan, y prepara una sociedad de grupos sociales de nuevo sin voluntad propia, pues es el poder quien les asigna quiénes son y qué papel juegan frente al poder. El individuo; la persona. Este es hoy, como siempre, el objeto de demolición del marxismo.