Para el año del Señor de 2019, hemos recopilado ya 112 géneros distintos.
Hay un test de personalidad que puede hacer usted mismo, y que es infalible. La prueba le dirá en qué medida tiene usted ideas propias, o es víctima de las modas intelectuales del momento. Se podría titular “Test de independencia ideológica”, por ejemplo.
Se puede hacer en cualquier lado, y sin necesidad de responder a un cuestionario. Quizás sea bueno tener a mano un lápiz y un papel, o la aplicación “notas” del teléfono móvil. Y consiste en apuntar las palabras que utiliza en las conversaciones sobre cuestiones sociales, y que no conocía de pequeño, o como mucho en la época universitaria.
Como la ignorancia tiene espíritu de supervivencia, o al menos no cuenta con los medios para acabar consigo misma, el momento de salir de ella puede ser caprichoso. Quiero decir con esto que, a lo mejor, podemos conocer muy tarde significado de la palabra anfibología, hendíasis o etnia, pero esas palabras ya estaban allí cuando nacimos. No. Me refiero a las que se han creado durante tu vida, o han adquirido un significado nuevo. Por ejemplo: micromachismo. O patriarcado, una palabra que es muy antigua, pero que ha adquirido una connotación muy distinta muy recientemente.
Si ahora es el lector quien usa estas palabras con cierta frecuencia en las conversaciones, si cree que conoce su significado, si tiene la sospecha o la certeza de que usarlas va a mejorar su aceptación en el grupo, sepa entonces que ha fallado el test y que tiene la independencia ideológica de una ameba, o de un periodista al uso.
Dice Friedrich A. Hayek en su libro Camino de servidumbre que una de las primeras víctimas del totalitarismo es la verdad. Y que eso se puede apreciar en el modo en que se cambia el significado de las palabras, en ocasiones para hacerlas significar lo contrario. Quiero recordar que la obra se publicó en el año 1944. Y el objetivo de retorcer el significado de las palabras es hacernos creer cosas en las que, en realidad, no creemos. Son ideas que no saldrían adelante en un debate honrado, de modo que es más sutil y más fácil hacer que la palabra “libertad” adquiera un significado opuesto al suyo. Si lo aceptas, llegarás a adorar a un poderoso al que le entregas todo el poder en nombre de la “libertad”.
Pero no se desanime. Todavía puede rechazar nuevos términos que se ponen de moda y hacerlo con una plena paz de espíritu. Por ejemplo, “interseccionalidad”. La palabra tiene el prestigio propio de todos los vocablos de más de cuatro sílabas. Parece referirse a algo familiar, pues sabemos lo que es una intersección, y tiene la forma de un término técnico en filosofía.
El origen de la palabra está en un artículo escrito por Kimberlé Crenshaw, profesora de las facultades de Derecho de las universidades UCLA y Columbia. El artículo, publicado en la revista University of Chicago Legal Forum en 1989, señalaba que la discriminación de las mujeres no era suficiente para explicar la que sufrían todas ellas, porque sobre alguna recae otro criterio de discriminación, ya que son negras. Ahí se produce un cruce, o una intersección, entre dos tipos de discriminación social, dice Crenshaw. O, por utilizar sus palabras: “Dado que la experiencia interseccional es mayor que la suma de racismo y sexismo, cualquier análisis que no tenga en cuenta la interseccionalidad no puede abordar de manera suficiente la manera particular en que las mujeres negras están subordinadas”.
A partir de aquí, se introduce en el análisis uno de esos falsos problemas que alimentan la farfolla universitaria, que permiten a ejércitos enteros de profesores rellenar sus curriculums con artículos autorreferidos, que contribuyen más a la deforestación que al conocimiento. Pues, cuando se suman dos discriminaciones, ¿se están en realidad multiplicando? ¿Por qué factor?
Pues se pueden combinar dos a dos, o tres a tres o n a n distintos criterios de discriminación social: raza, sexo, ingresos económicos, nacionalidad, religión, etcétera. Y para cada uno de los criterios, las subdivisiones posibles son enormes en número.
Por ejemplo, para el año del Señor de 2019, hemos recopilado ya 112 géneros distintos. Por ejemplo, un proxivir es un “género masculino similar a un niño, pero en un plano distinto y hacia sí mismo”, sea lo que ello signifique. Por supuesto, no es lo mismo un pangénero, que es “el sentimiento de estar muy cerca de un género, pero también a otra cosa que le impide ser plenamente ese género” que un omnigénero, que es “la sensación de tener más de un género simultáneo o fluctuante”. Algo así como ser simultáneamente poligénero y multigénero que, por supuesto, no son lo mismo. Mi preferido, con todo, es el espejogénero, que es “el género que cambia para adaptarse a la gente al rededor de ti”.
De modo que las posibilidades son enormes, y aseguran un torrente de literatura sobre la interseccionalidad. ¿Cómo valorar la discriminación hacia un esquimal hidrogénero? ¿Y a un esquimal hidrogénero pobre? Si una persona es perigénero y, por tanto, se identifica con un género pero no como un género, ¿qué nuevas metodologías podemos utilizar para calibrar la interseccionalidad con otras discriminaciones?
Y no es ya las posibilidades de alimentar un CV para una clase con una vocación de ocio que se ahoga en los trabajos administrativos de la sociedad, se trata también de las posibilidades de pedir favores al Estado a partir de las innumerables combinaciones de discriminaciones posibles.
Además, no hay límite posible a la diversidad de identidades pues, como muestran las definiciones de los distintos géneros, lo que cuenta no es lo que sea cada uno, sino cómo se sienta. Lo único que nos aleja de convertirnos en una identidad con el sello de calidad de discriminación social es nuestra imaginación.
En realidad, el juego de la interseccionalidad es más complicado aún que el Enredos. Según la teoría, pertenecer a determinados grupos te convierte automáticamente en titular de una discriminación social, y por tanto en objeto de atención mediática, instrumento de la acción política, quizás en titular de una subvención o una discriminación “positiva”. Pero a la hora de la verdad no funciona así.
Pues, si hacemos caso al discurso de quienes utilizan ese neolenguaje, la realidad es muy otra. Por ejemplo. Ser una mujer te convierte, de forma automática y aunque tú no lo sientas así, en una víctima. (De modo que, sí, tus sentimientos cuentan para tu género, pero no para tu condición de víctima). Por otro lado, ser musulmán también te convierte en víctima de la sociedad occidental, que cae en el pecado mortal de la islamofobia. Y, sin embargo, si eres mujer musulmana no sufres ningún tipo de discriminación, y las realidades que puedas vivir en una sociedad como esa (prohibiciones u obligaciones por ser mujer, lapidación, sujeción a la voluntad del marido, el hermano y demás) son sólo características de una forma de vivir alternativa al capitalismo heteropatriarcal. Mutatis mutandi, lo mismo cabe decir de los homosexuales musulmanes. O si tu pareja es un hombre y te pega, eres una víctima de la violencia machista. Si tú también eres un hombre, manzanas traigo.
Es más, hay una condición que borra cualquier identidad y le convierte a uno en un culpable sin posibilidad de redención, y es la de ser liberal o conservador. Milo Yiannopoulos puede presumir de homosexualidad y vestirse de drag queen en una convención, pero si la convención, como fue el caso, es conservadora, si Yiannopoulos defiende a Trump porque cree que la mayor amenaza para su forma de vivir su sexualidad es la comunidad musulmana, entonces no tiene nada que hacer. Puedes ser una mujer negra, como Kimberlé Crenshaw, y ser además homosexual y pobre, que como falles el test de independencia ideológica nadie va a hablarte de interseccionalidad.