Hemos despertado a un mundo pasado, en el que el contacto humano se vuelve peligroso.
¿A qué crisis económica nos enfrentamos? En un primer momento me decanté por una crisis en V, con un vértice hundiéndose en profundidades antes no sondeadas, pero con una recuperación temprana, con algunos matices. Estos matices, según han pasado los días, se han convertido en categorías con un gran peso específico. Después de la estrepitosa caída, lo que se abre ante nosotros es un gran abismo.
Para atisbar ese abismo, primero tenemos que entender hasta qué punto nuestro sistema económico se basa en la especialización y el intercambio. Son dos procesos íntimamente relacionados, como demostró a finales del XIX el economista Eugene von Böhm-Bawerk, quien en su libro The Positive Theory of Capital, intentó llevar las ideas de Carl Menger a la producción.
Menger, de forma concomitante con otros tres autores (William Stanley Jevons, Léon Walras y Alfred Marshall) había llegado a la conclusión de que el valor de un bien está determinado por su utilidad marginal. Si contamos con una determinada cantidad de un bien, cada unidad del mismo se irá destinado a los usos más urgentes, de tal modo que la última unidad se destinará al uso menos importante. Como todas las unidades son intercambiables, cada una de ellas tendrá el mismo valor, el de la utilidad última, la que está por tanto en “el margen”. La utilidad marginal. Esto implica que cuanto mayor sea la cantidad de ese bien, podrá atender necesidades cada vez menos urgentes, y el valor de cada unidad de ese bien será menor.
¿Qué relación tiene la ley de utilidad marginal con la especialización y el intercambio? En el caso de una persona aislada, su trabajo tiene que destinarse la cantidad necesaria de cada uno de los bienes necesarios para vivir. Si esa persona no está aislada, sino que vive en un pueblo, puede hacer algo distinto: destinar su trabajo a la producción de un número limitado de bienes, quizá de uno solo. Cada unidad de su producción apenas le servirá para nada, y sin embargo le faltarán todos los otros bienes que precisa para vivir. Pero como otras personas o familias, producen esos otros bienes, que puede intercambiar por los suyos. Así, la ley de la utilidad marginal explica en qué consiste el sistema económico que llamamos capitalista, que se basa en la especialización y el intercambio.
Nuestra economía es eso, en esencia. Vale para el pueblo de los aguerridos galos que se resisten a los romanos gracias a la poción mágica, y para la economía actual. La diferencia entre las dos estriba en el grado de complejidad de esa especialización e intercambio. ¿Cuántos bienes diferentes se ofrecen a diario en una gran ciudad, como Nueva York? Eric Beinhocker, en su libro The Origin of Wealth, ha querido acercarse a calibrarlo, ofreciendo su orden de magnitud: Diez elevado a diez; andará por las decenas de miles de millones. Y, grande, populosa y viva, Nueva York sólo es una ciudad. Realmente no nos hacemos una idea de la complejidad de un sistema económico como este.
Lo que hace que todo este complejísimo entramado de producciones especializadas y de intercambio esté ordenado es, por un lado, el sistema de los precios, que permite recoger y transmitir toda la información pertinente al minuto, y por otro a los empresarios, que intentan adelantarse a los cambios y distribuir los recursos a los usos más urgentes, que también son los que les darán mayores beneficios.
Y aquí nos quedamos por el momento. La incidencia del virus hace que las relaciones sociales, que son también económicas, se cercenen. Decae la división del trabajo, ese proceso de especialización e intercambio en que constituye el crecimiento económico, y que tiene como deseado producto el aumento a largo plazo de los niveles de vida. Sólo por lo que llamamos distanciamiento social, la economía estaría sumida ya en una crisis económica.
Además, varios gobiernos han impuesto medidas de distanciamiento social por encima de las que habría adoptado la sociedad de forma autónoma. Y lo ha hecho paralizando el sistema económico. No es la única posibilidad que tenía en su mano; entre otras medidas, también podía haber facilitado la información disponible sobre la amenaza y el mejor modo de enfrentarse personalmente a ella, y dejar que cada persona, cada familia, cada empresa, se ajustase del modo mejor, cada uno adaptado a sus circunstancias. Así, el sistema económico aprovecharía de un modo más pleno toda la información relevante para cada uno de nosotros.
Así, al igual que el Gobierno cercena la actividad económica, la paraliza y destruye a marchas forzadas la riqueza, lo normal es que, en cuanto deje de hacerlo, la actividad se retome ansiosa, con todos los agentes recuperando sus planes de producción y consumo. Volvería a una normalidad cauta, en la que todos debemos adaptarnos a la nueva amenaza. Es ahí donde yo estimaba el segundo palo de la V, el de una recuperación furiosa, aunque fuera a unos niveles menores que los que habría habido sin virus. Pero ya no lo veo así.
Hay dos motivos para ello. El primero es que los Gobiernos han respondido mal a la crisis económica, y quieren sustituir al sistema económico con su propia actuación. Paralizan la actividad económica, y sostienen los ingresos, que caen a plomo, con gasto improductivo a cuenta de los ingresos públicos futuros. Lo hacen, además, cuando no hay futuro del que extraer más recursos; ya lo devoraron durante la anterior crisis financiera. Estas actuaciones entorpecen al sistema económico, por lo que la recuperación será más lenta, sólo por ello.
Pero hay otro motivo, que afectaría también a una economía más libre. Y aquí tenemos que retomar la descripción del sistema económico. Porque esa producción especializada se organiza en una estructura temporal; como desemboca un río en el mar, así los distintos procesos productivos se relacionan entre sí en un entramado temporal que desemboca en el consumo. A ese entramado de procesos que madurarán en un futuro lo llamamos capital.
El capital no es un metal dúctil y maleable, adaptable a voluntad a cualquier cambio económico. Los bienes de capital son relativamente específicos; es decir, tienen una forma, un diseño, que les hace productivos para una variedad limitada de usos. En este sentido, los bienes de capital también están especializados. Además son complementarios: los bienes de capital necesitan colaborar con otros bienes de producción, y con trabajo, para dar su fruto.
Este hecho, como dijo Ludwig Lachmann en su libro Capital and Its Structure, hace que el sistema capitalista sea, en realidad, muy frágil. Porque un gran vaivén, como una guerra, hace que todo ese constructo, elaborado con ahorro y tiempo para un conjunto de propósitos previsibles, pierda su valor.
Y en parte es lo que va a ocurrir con la incidencia del virus. Hemos construido numerosos bienes de capital (hoteles y restaurantes, estaciones de servicio, tiendas, parkings…) que ya no van a ser tan productivos como antes. Muchos de ellos tendrán que ser abandonados, y quedarán como recuerdos de las ilusiones y esperanzas de otro mundo. Serán cadáveres económicos, que servían a una demanda que se ha volatilizado. Estructuras sin propósito; bienes que han perdido su función.
Hemos despertado a un mundo pasado, en el que el contacto humano se vuelve peligroso. Eso hace que nuestras prioridades, nuestras expectativas y nuestros usos cambien en alguna medida; en la medida en la que la estructura económica se ha vuelto obsoleta. Esa parte que ha perdido su función es una pérdida económica neta. El sistema económico va a tardar en desviar los recursos de tal modo que den respuesta a las nuevas prioridades. Eso quiere decir que, incluso aunque el Gobierno no meta más la pata, el camino a recuperación va a ser lento y sinuoso, como la canción de Paul McCartney.