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El mito del «diálogo social»: ¿por qué España se agarra a una fórmula fracasada?

Publicado en Libertad Digital

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A nuestro mercado laboral le falta empleo de calidad, flexibilidad, productividad, empresas más funcionales… de consensos va sobrado.

«Diálogo social». Todos los gobiernos, todos los ministros de Trabajo, todos los líderes sindicales y empresariales, casi todos los comentaristas… repiten el mantra. El «diálogo social» es una de las grandes «conquistas» de la sociedad española, las reformas tienen que hacerse por «consenso», el acuerdo entre sindicatos y patronal es «imprescindible», etc.

El problema es que es mentira. El diálogo social es un medio, no un fin. O debería ser un medio, pero se ha convertido en un fin en sí mismo. Estos días vuelve a estar de actualidad por el supuesto acuerdo entre el Gobierno y los sindicatos, un pacto que deja al margen a la CEOE en la negociación de algunos puntos clave de la próxima reforma laboral. Los empresarios se han sentido engañados y le han recordado a Magdalena Valerio que no cuente con ellos sólo para la foto. Tienen razón en este punto (en lo del engaño y lo de ser meros figurantes). También cuando recuerdan a la ministra de Trabajo que si quiere aprobar una reforma en el Congreso, que lleve el texto a la Cámara y busque apoyos, que no intente guarecerse tras la excusa de los agentes sociales. Porque, además, todo lo que se intuye de esa posible contra-reforma de lo aprobado en 2012 suena horrible, a un retroceso de varias décadas en la normativa, a ahondar en los problemas ya existentes de nuestro mercado de trabajo… Bueno, todo no, si al menos fuera el primer paso para cargarse el diálogo social, al menos habría servido para algo.

Señales y objetivos

Es muy habitual que se nos olvide para qué comenzamos a hacer algo y acabemos sirviendo a un falso amo, poniendo nuestros esfuerzos en cumplir con una señal que se termina convirtiendo en el objetivo final. Por ejemplo, en las empresas que pagan a sus empleados con un variable en función del cumplimiento de determinadas métricas: la idea es que esas métricas representen de forma fiable el rendimiento del empleado y su huella en los beneficios de la empresa. Si están mal diseñadas, el problema es doble: el trabajador pondrá todo su empeño en cumplir con lo que indica su contrato y su cláusula del bonus; y la empresa puede acabar pagando por algo que, en realidad, apenas tiene impacto en su cuenta de resultados.

Lo mismo puede ocurrir en cualquier otra organización. Por eso los expertos nos advierten a menudo de que volvamos al punto de partida, que nos replanteemos una y otra vez si el objetivo primero se cumplirá más o menos fácilmente con las herramientas de las que nos hemos dotado; que analicemos si los incentivos siguen bien alineados. Pues bien, el diálogo social hace tiempo que ya no cumple la función para la que, en teoría, fue establecido. Es el momento, por lo tanto, de reformularlo, partiendo de cero.

En la Transición, probablemente tenía sentido sentar a sindicatos y patronal alrededor de la misma mesa. Intentar que también en las relaciones laborales hubiera ese espíritu de consenso propio de la época. Tampoco parecía especialmente complicado: si algo caracterizó el tardofranquismo fue esa obsesión por la democracia orgánica, en la que se investía a determinadas agrupaciones de una representatividad que no tenían. En cualquier caso, no es éste el momento de analizar si había otras opciones. Ésta funcionó en aquel momento y generó algunos frutos.

Pero las cifras nos indican claramente que el modelo ha fracasado. No es cuestión de repartir culpas, pero sí de asumir la realidad. En 2018, la fotoen el Ministerio es sólo una excusa para eludir reformas necesarias y para salvar la cara de políticos y representantes de sindicatos y patronal. De hecho, se antoja complicado pensar que las cosas hubieran ido peor sin ese «diálogo social» del que todos los interesados tanto se vanaglorian. Y mientras, el objetivo de verdad (un mercado laboral funcional) se olvida porque parece que todo el mundo está empeñado en el titular del consenso, como si lo único importante fuera sonreír a la cámara.

De hecho, la única reforma que de verdad ha funcionado (y a medias) en el mercado laboral español fue la del primer semestre de 2012, que se aprobó sin ningún tipo de diálogo, por el artículo 33: o lo que es lo mismo, por imposición de la prima de riesgo que, como dice John Muller, es el único agente reformista de verdad que ha tenido este país en los últimos treinta años.

Del desempleo a la «paz social»

Todo este artículo se podría resumir en cualquiera de los gráficos del INE que muestran la tasa de desempleo en España en los últimos 30 años. Como estamos metidos todo el día en el cortoplacismo, aceptamos sin cuestionarnos afirmaciones absurdas. Así, cuando representantes de sindicatos o patronales reivindican la importancia del diálogo social y piden al Gobierno (al actual o a sus predecesores) que todas las reformas pasen por la mesa de negociación, lo primero que habría que preguntarse es si eso ha funcionado hasta el momento. Y la respuesta es evidente: «No».

El nivel de desempleo de nuestro país no es una desgracia caída del cielo, es consecuencia de unas instituciones disfuncionales, en las que sindicatos, patronal, sus relaciones con el Gobierno o el poder de bloqueo de estas organizaciones juegan un papel fundamental.

Y lo mismo podríamos decir de la precariedad, la dualidad, los costes laborales, la falta de crecimiento de las empresas, la tasa de actividad, el paro de larga duración, el desempleo juvenil… Apenas hay una estadística presentable en nuestro mercado laboral. En algún momento habrá que preguntarse si lo que falla es el modelo en sí, no la medida coyuntural aprobada por tal o cual Gobierno.

Además, no es sólo que tengamos una tasa de paro estructural que dobla la de la media europea. Y tampoco es que esto sea competencia exclusiva de ese «diálogo social» tan celebrado y tan inútil. Es que en ninguna otra métrica, la herramienta ha servido para el fin previsto.

Si miramos la formaciónEspaña está de forma constante por debajo de los países más ricos de la UE en cuanto al número de trabajadores que reciben formación en sus empresas, calidad de dichos cursos, flexibilidad en el diseño de estas herramientas para adaptarse a los cambios en el mercado laboral… La FP Dual sigue siendo una opción marginal, muy buena para los que pueden beneficiarse de la misma, pero que apenas alcanza a unos pocos de miles de jóvenes.

Por no hablar de la formación a los parados y nuestra mínima capacidad de reinserción de los mismos. Nos gastamos el dinero en subvenciones sin fin, pero no conseguimos que los recién llegados adquieran las habilidades que demanda el mercado o que los parados de larga duración tengan un horizonte mínimamente viable. No es extraño que la formación se asocie en nuestro país a corruptelas y dinero malgastado. Eso sí, tiramos el dinero a la basura pero lo hacemos con consenso.

En cuanto a productividad, más de lo mismo: en las últimas dos décadas (ver gráfico de la derecha, click para ampliar) España no ha logrado mejorar sustancialmente su estructura productiva ni la capacidad competitiva de sus empresas. La normativa de nuestro mercado laboral sigue siendo rígida, más preocupada de proteger a los que ya están que de incentivar a los que pueden irrumpir.

Habrá quien piense que quizás esas fotos a tres bandas han servido, al menos, para que las relaciones entre empresarios y trabajadores sean mejores que en otros países. Pues tampoco lo parece. Esto es lo más complicado de medir, pero las pocas encuestas que hay sobre el tema nos indican que la imagen de los empresarios entre los españoles está por los suelos, que asociamos la riqueza a los favores del BOE, que interpretamos las relaciones laborales en términos de enfrentamiento capitalista-empleado.

Incentivos

Por qué, entonces, esta adhesión a un modelo fracasado. Si no sirve para reducir el paro, ni para tener un modelo de formación operativo, ni para mejorar la productividad de nuestras empresas, ni siquiera para que las relaciones trabajadores-empresarios sean mejores que en otros países de Europa. Entonces, ¿para qué sirve el «diálogo social»? Porque, además, todos los partidos, en todos los programas electorales, prometen convocar a empresarios y sindicatos para iniciar ese diálogo y buscar un acuerdo. No hay ningún punto que genere tal nivel de acuerdo en la política española. ¿Se imaginan a un ministro de Trabajo que dijera que no iba a reunirse con la patronal o las centrales, que dijera que le da igual lo que digan unos y otros, o anunciara una reforma laboral unilateral? Es impensable.

En buena parte, la respuesta hay que buscarla en los incentivos de los firmantes. Y los firmantes no son el Gobierno, los sindicatos o la patronal. Porque las organizaciones no firman nada. Son personas con nombre y apellido: Magdalena Valerio, Unai Sordo, José María Álvarez o Antonio Garamendi. Cada uno de ellos pueden tener sus prioridades: para el ministro, blindarse ante las críticas y conseguir una imagen que da votos (entre otras cosas porque cualquier acuerdo con sindicatos y patronal generará una oleada de parabienes en la prensa). Para los representantes de las centrales o la patronal, estos objetivos pueden ir desde afianzar su posición en su organización hasta consolidar la importancia de la misma dentro del esquema general que otorga ventajas a las asociaciones más representativas.

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que estas personas piensen que lo están haciendo mal a propósito o crean que están firmando un pésimo acuerdo para los trabajadores pero que les beneficia a ellos. No es así. Es una cuestión de incentivos. De cuál es su prioridad. De lo difícil que es que alguien vea los puntos oscuros de un modelo que le beneficia a él mismo, a su ejecutiva, a su sindicato o a su grupo más cercano. El problema es de fondo y tiene que ver con la pregunta que nadie se hace ¿por qué hay que consultar a los agentes sociales para aprobar las reformas del mercado laboral? Estamos tan metidos dentro de esta dinámica, que habrá quien piense que estoy loco sólo por plantearlo, pero sólo hay que dar un par de pasos para atrás y mirar con cierta perspectiva para darse cuenta de que ese consenso tan celebrado se ha convertido en una trampa que nos paraliza.

Dicho esto, todo apunta a que la próxima reforma que prepara el Gobierno se hará de espaldas a la CEOE. Lo normal es que no salga adelante, porque la aritmética parlamentaria es la que es. Pero incluso aunque se aprobase, no deberíamos confundir lo nefasta que será (si se cumplen las intenciones que se insinúan en las filtraciones realizadas hasta la fecha) con la cuestión de si se firma o no con acuerdo. Esto último no debería importarnos lo más mínimo. A nuestro mercado laboral le falta empleo de calidad, flexibilidad, productividad, empresas más funcionales… de fotos, sonrisas y consensos va sobrado.

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