La producción de miedos irreales se ha convertido en toda una industria que vive de producir y vender un bien económico ficticio gracias a una necesidad –la cual se supone que el bien o servicio ayuda a satisfacer– que es creada mediante medias verdades o completas mentiras. El objetivo de quienes llevan a cabo este timo moderno es sustituir la gestión descentralizada e individual del riesgo por su gestión estatal. Eso permite grandes trasvases de recursos que son expropiados gracias al soporte de la alarma social y que son entregados a los “lobistas”, esos amantadores profesionales del miedo artificial.
Un reciente informe del Instituto Económico Molinari muestra los siniestros efectos de esta explotación industrial del miedo artificialmente sobredimensionado o simplemente inventado. El ejemplo que ilustra las explicaciones teóricas del estudio es la prohibición del DDT gracias al desproporcionado sobresalto social causado por el libro de Raquel Carson, Primavera Silenciosa. La eliminación de ese riesgo ha conllevado la creación de uno nuevo: el riesgo, para millones de personas, de contraer malaria. Por eso una de las principales virtudes del informe consiste en mostrar que la gestión estatal del riesgo –previa expropiación de nuestra condición de gestores privados de los distintos peligros– no significa la eliminación de la incertidumbre sino, más bien, su agravamiento hasta límites insospechados.
Tanto en el caso del DDT como en el del calentamiento global o en el de tantos y tantos negocios del miedo en los que a menudo participamos debido al calculado bombardeo publicitario al que somos sometidos, el fraude suele funcionar de la siguiente manera. Primero tiene lugar la invención o magnificación de un miedo. A continuación se diseña una estrategia para la producción de noticias pavorosas. El lobby o grupo de presión –con frecuencia más verdes que las sandías– tratan de aprovechar la alarma social que ellos mismos han creado para lograr la concesión de privilegios particulares por parte del estado a costa del resto de la sociedad. Una típica forma de hacerlo es promocionando la idea de que ellos tienen la solución al gran peligro que amenaza a un gran número de individuos. Esa solución suele estar fundamentada, al menos en parte, en la acción estatal, motivo por el que al lobby no le suele costar mucho trabajo encontrar el apoyo publicitario y financiero de las administraciones públicas y de gran parte de la clase política.
Al final del proceso, no sólo sucede que los productores de miedo se han forrado a base del dinero que la gente les entrega después de tragar el anzuelo o gracias a la masiva redistribución que, en su favor, perpetran las administraciones públicas. También ocurre, y quizás esto sea aún más preocupante, que la gestión estatal del riesgo produce nuevos peligros que por surgir generalmente de una prohibición, son difícilmente eliminables. A todo esto hay que sumarle finalmente una dosis adicional de incertidumbre que proviene de la tremenda inseguridad jurídica que genera este negocio del miedo. En este, como en muchos otros casos de intervencionismo económico, el remedio es siempre infinitamente peor que la supuesta enfermedad.