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El Papa Francisco y el neoliberalismo

Publicado en El Confidencial

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Una de las falacias más extendidas en filosofía política o en economía es la llamada falacia del nirvana. A saber, comparar sistemas de organización social idealizados —al margen de cómo funcionan y se despliegan en el mundo real— con otros sistemas de organización social no idealizados —esto es, tal como operan en nuestro mundo real—. En el primero de los casos, la pregunta que se busca responder es: “¿Cómo funcionaría el socialismo/el capitalismo/la socialdemocracia si los seres humanos fueran bienintencionados, internalizaran todos los efectos externos de su acción y cumplieran de buena fe con todas las normas?”.

En el segundo de los casos, la pregunta que se responde es, en cambio: “¿Cómo funcionaría el socialismo/el capitalismo/la socialdemocracia si los seres humanos no fueran bienintencionados, no internalizan todos los efectos externos de su acción y no cumplen de buena fe con todas las normas?”. No es que una visión sea preferible a la otra, pues cada una cumple con objetivos diferentes (cómo opera un sistema sin fricciones frente a cómo funciona un sistema cuando vas introduciendo fricciones), pero lo que jamás debe hacerse es comparar la versión ideal de un sistema con la visión no ideal de otro sistema, pues en ese caso estaríamos efectuando una comparación tramposa. Y esa comparación tramposa es precisamente la que ha perpetrado recientemente el Papa Francisco en su encíclica ‘Fratelli Tutti‘.

Por un lado, en el documento papal se nos describe al neoliberalismo como un sistema incapaz de resolver los problemas sociales de la pobreza, de la desigualdad y del desempleo, en la medida en que pivota sobre una globalización atomista que se desentiende de las raíces comunitarias y que está plagada de grupos de poder que imponen sus intereses privados sobre las masas de individuos fragmentados y dominados. Los mercados son egoístas, individualistas, disgregantes, fríos, espurios, uniformizadores y fallidos.

Por otro lado, en cambio, se nos presenta una aspiración idealizada de la política, entendida como “una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común”; al político, a su vez, se lo considera “un hacedor, un constructor con grandes objetivos, con mirada amplia, realista y pragmática, aún más allá de su propio país”. La política es amor efectivo, fraternal, unificadora, tierna, caritativa, orientada al bien común, respetuosa con la diversidad, noble y sana.

Es verdad que la encíclica también habla de la posibilidad de una política cortoplacista y sometida a intereses espurios, pero semejante degeneración de la gobernanza está asociada a la era neoliberal, que es justamente la culpable de haber sometido la búsqueda del bien común a la lógica perversa e individualista de los mercados y de la economía. A su vez, y a ‘contrario sensu’, el Papa no se plantea la posibilidad de que existan mercados inclusivos, que contribuyan a solucionar los problemas de la pobreza o de la desigualdad y que sean respetuosos de la vida comunitaria y de las tradiciones locales (a pesar de la histórica reducción de la pobreza que hemos vivido durante las últimas décadas): ese ha de ser, sí o sí, un cometido que solo puede alcanzarse a través de la política. Por consiguiente, mientras que la política puede ser ennoblecedora y, por tanto, hemos de aspirar a establecer su primacía sobre el resto del orden social (llegando al extremo de instituir un gobierno mundial para todos aquellos asuntos que nos son comunes), los mercados necesariamente son corruptores y, por tanto, hemos de aspirar a someterlos al Estado. Frente a una visión absurdamente optimista de la política, el Papa contrapone una visión absurdamente pesimista de los mercados.

Y es que, en su esencia, política y economía son todo lo opuesto a lo que plantea el Papa. La política consiste en generar relaciones verticales de dominación: una persona o un grupo de personas emiten un mandato sobre otros individuos para que sea obligatoriamente cumplido; la economía, por el contrario, consiste en establecer relaciones de cooperación: dos o más personas cooperan para generar un excedente productivo que ulteriormente es distribuido entre ellas. Lo anterior no quita para que, en ocasiones, la política pueda ser usada para el bien —por ejemplo, para imponer sobre todos los ciudadanos un código normativo que sea respetuoso con los derechos y las libertades individuales—, o que la economía pudiera dar lugar a abusos sobre algunas de las partes implicadas —en presencia de problemas de coordinación, como las externalidades o los monopolios/monopsonios, pueden crearse situaciones extractivas—, pero uno no debería desentenderse de los incentivos estructurales contenidos tanto en el ámbito político como en el ámbito económico.

Si la política se basa en relaciones verticales de ordeno y mando (de uno sobre muchos, de unos pocos sobre muchos, o de muchos sobre otros muchos), entonces habrá una fuerte inclinación a abusar de ese poder para parasitar al prójimo. Y no deberíamos soslayar esa más que cierta posibilidad presuponiendo de un modo idealizado que solo llegarán, o que al menos podemos garantizar que solo lleguen, ímprobos gobernantes al poder: la dinámica de la lucha por conquistar el poder político favorece el triunfo de los peores —de los más brutos, de los más embaucadores, de los más ruines, de los más arribistas— en una especie de selección política adversa.

A su vez, si la economía se basa en relaciones horizontales de intercambio, entonces habrá una fuerte tendencia a generar interdependencias y a satisfacer recíprocamente las necesidades ajenas. Y, asimismo, tampoco deberíamos soslayar la posibilidad de que existan “fallos de mercado” que trunquen, en un mundo no ideal, la totalidad o una parte de los beneficios compartidos de esa cooperación: pero no deberíamos elevar tal excepción a la condición de categoría, sobre todo si, en el caso de la política, hemos disminuido la categoría a la condición de excepción.

Desgraciadamente, y para mayor regocijo de la extrema izquierda española, el Papa ha recurrido a una muy pobre y sesgada caracterización de la política y de la economía para defender un sometimiento de la segunda ante la primera. Sin ser consciente de ello —o quizá siéndolo—, ha planteado un modelo neomercantilista de relaciones sociales donde el escaso excedente que siga generando una economía jibarizada pase a ser apropiado y arbitrariamente distribuido por la casta política entre sus ‘stakeholders’ (políticos, burócratas y lobbies). Si algo reúne las peores características de lo que conocemos como ‘neoliberalismo‘ dentro del imaginario popular es justamente eso: el corporativismo de amigotes —en este caso, tras una pantalla de caridad y fraternidad— al que nos empuja la encíclica papal.

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