La carta que Su Santidad el Papa Francisco escribió hace poco al director general de la FAO contiene unas piezas admirables por su incorrección política, como el reconocimiento de que la situación alimentaria mejora en muchos países o la defensa de la familia, la institución que atacan los mismos que aplauden al Papa por su supuesto progresismo. Francisco afirmó que la familia "favorece el diálogo entre diversas generaciones y pone las bases para una verdadera integración social", la familia, no el Estado. Y añade, con acierto:
¿Quién se preocupa más que la familia rural por preservar la naturaleza para las próximas generaciones? ¿Y a quién le interesa más que a ella la cohesión entre las personas y los grupos sociales?
Dos ideas económicas, sin embargo, no son acertadas. La primera se refiere a "la enorme cantidad de alimentos que se desperdician, los productos que se destruyen, la especulación con los precios en nombre del dios beneficio". Y la segunda es esta pregunta:
¿Hasta cuándo se seguirán defendiendo sistemas de producción y de consumo que excluyen a la mayor parte de la población mundial, incluso de las migajas que caen de las mesas de los ricos?
La primera idea es bastante popular pero cuestionable. Supongamos unos desalmados que sólo atiendan al "dios beneficio". Incluso si tales personas existieran, lo que no harían nunca en condiciones de competencia es destruir la producción. Como es lógico, si buscan el beneficio lo que deben hacer es venderla. Otra cosa muy distinta es cuando hay intervención política en los precios: entonces sí, al separarse la necesidad del consumidor del beneficio del productor, entonces el "dios beneficio" puede llevar a producir mucho más de lo que se necesita, y a destruir por consiguiente lo producido. Pero eso nunca sucede en el mercado. En cambio, sucede a menudo en el Estado, como sabemos muy bien en la Unión Europea, cuya delirante Política Agraria Común ha producido los famosos lagos de leche y otros desperdicios masivos. Esos casos de intervención no tienen nada que ver con el mercado ni con el legítimo beneficio del empresario en competencia. Que hay empresarios que se lucran con la intervención es indudable, y ha sido condenado por el liberalismo desde Adam Smith, pero eso guarda relación con la política y no con el mercado.
Lo de la "especulación con los precios" es otra imagen popular, y equivocada, en la medida en que transmite la idea de que alguien controla los precios en los mercados, lo que es imposible, salvo que, otra vez, no se trate de mercados sino de acciones políticas, legislativas o burocráticas, otra vez, alejadas de lo que habitualmente entienden los moralistas por "el dios beneficio", aunque, como es sabido, están lejos de ser desinteresadas. (Sobre el poder real de los supuestos especuladores en los mercados escribí hace unos veinte años en El País "Esos jóvenes en mangas de camisa", que puede verse aquí.)
La segunda idea del Pontífice, vinculada con la anterior, es también extraña, porque parece que hay unos villanos que pretenden aprovecharse excluyendo de la producción y del consumo a la mayor parte de la población mundial, nada menos. Esto es extraño: las grandes rentabilidades que buscarían lógicamente los adoradores del "dios beneficio" se consiguen haciendo exactamente lo contrario, es decir, incluyendo a cuantas más personas, mejor. ¿Hay que explicar que Henry Ford se hizo muy rico vendiéndoles coches a millones de obreros, mientras que los Rolls-Royce no dan ni para beneficiar a unos pocos miles de personas?
Posiblemente la explicación estribe en que el Papa no ha prestado atención a cómo funcionan la producción y el consumo, y por eso habla de pobres privados hasta de las migajas de los ricos, como si los pobres se enriquecieran con donaciones de los ricos que vayan más allá de las migajas. Este argumento es incorrecto porque los pobres se enriquecen con su trabajo y su comercio, si les dejan. Y los que les dejan, o no, nunca son "los ricos" sino los gobernantes.