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El poder de las palabras

Publicado en Libertad Digital

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Las categorías con las que se debate hoy en España son esencialmente de corte podemista.

Corta o larga esta legislatura se promete entretenida. De un congreso salido de los debates nocturnos de La Sexta no podía esperarse otra cosa. Y, ojo, no será porque no se advirtió con tiempo. La política en España no interesaba a casi nadie y eso, en cierto modo era hasta bueno. No me canso de repetirlo, un país que vive al margen del politiqueo es un país libre y próspero. Los suizos, por ejemplo, se preocupan muy poco de las cosas que suceden en la Asamblea Federal de Berna. Esto es así porque los políticos suizos tienen poco poder. Por más empeño que le pongan la ley les impide meterse demasiado en la vida de sus conciudadanos, amparados en una legislación que les protege de los excesos del poderoso y en la soberanía cantonal. No es casualidad que la constitución helvética –muy reciente, del año 99– ponga tanto énfasis en la economía de libre mercado y en la necesaria limitación del poder central encarnado en esa misma asamblea. Tampoco es casualidad, aunque yo diría que es consecuencia de lo anterior, que Suiza sea uno de los países menos corruptos del mundo y, como usted ya sabrá, es uno de los más ricos y pacíficos. En todas estas bendiciones tiene mucho que ver un pequeño detalle que a muchos les pasa desapercibido, la constitución suiza invoca directamente a un concepto que por estas latitudes políticas es desconocido: la responsabilidad individual.

Pero aquí, para nuestra desgracia, no estamos en un país tan bien estructurado como Suiza. Aquí el político lo es todo, que se lo cuenten aAlfonso Rus, el cacique del PP valenciano que la Guardia Civil acaba de colocar en un potro de tortura del que le va a costar bajarse. Las promesas de la nueva hornada podemita lo han entendido a la perfección y actúan en consecuencia. Sabedores de que buena parte de los españoles lo espera todo del Gobierno o, por afinar más, de la administración pública, se afanan día tras día en colocar su mercancía a través de la televisión con la voluntad expresa de ir acaparando poder a cambio de palabrería y votos de pureza. El usufructo del poder no deja de ser una forma de renta, ya sea en formato de enchufes directos o de clientelas indirectas. La responsabilidad individual, esa que la constitución suiza consagra de un modo magistral – “Toda persona es responsable de si misma”, dice textualmente en su artículo sexto– se diluye de este modo en el magma de lo colectivo que tantos entusiasmos despierta entre nuestros paisanos.

Visto así no es tan extraño que la propaganda del partido apele continuamente a “la gente”, que no deja de ser una variante del más ortodoxo “pueblo” que reclaman para sí los déspotas antes, durante y después de su dictadura. Una vez construido lo de “la gente” es cuestión de dar un pasito muy corto para levantar frente a él a su contraparte: “el enemigo de la gente”. Si la gente son ellos, todos los que les criticamos hemos de ser necesariamente enemigos de la gente. Sutileza cero, como puede verse, pero es un ardid muy efectivo entre los simples. No es más que una reelaboración de aquella mezquindad de “los de arriba contra los de abajo” que tanto empleaba Monedero hace cosa de año y pico, pero que aparcó tan pronto como comprobaron que, si bien es cierto que muchos de sus votantes saquearían sin piedad a todo aquel que tuviese un euro más que ellos, no se debían de notar las intenciones.

La cantinela de “la gente” ya empezó con la campaña de las municipales. En aquel entonces solían colocarle lo de común en su forma de adjetivo. De tanto en tanto me pongo en YouTube por puro entretenimiento el videoclip musical que Ada Colau protagonizó para convencer a los indecisos. Se titula “El runrún” y la letra, cantada por la misma Colau, es tan breve que cabría en un dedal. Dice: “El runrún es defender el bien común. La gente sencilla, la gente honrada, la gente común tenemos el poder” y lo va repitiendo una y otra vez como un mantra tibetano. Ahora es alcaldesa de Barcelona, su sueldo tiene muy poco de común y la honradez se la dejó en alguno de los muchos pollos callejeros que montaba en sus tiempos de activista, porque según entró en el consistorio empezó a enchufar a amigos y familiares. Pero eso ya no importa. Está en el machito (con perdón), y de ahí no va a ser fácil que salga ya que en España la administración maneja una cantidad tan mareante de dinero que la compra de voluntades es la norma y no la excepción.

En ese viaje están ahora Iglesias, Errejón y compañía. Tienen que tocar moqueta a cualquier coste, incluido, naturalmente, el de gobernar con un partido tan casta, tan sistema y tan régimen del 78 que ese régimen es indistinguible del partido que le ha ido dando forma durante cuarenta largos años. Lo que no han cambiado es de estrategia. Saben del poder de las palabras. Hace ya un montón de años Monedero publicó un libro titulado “El Gobierno de las palabras”. En su momento se vendió poco y era difícil de encontrar, ahora, con las urgencias de ponerse al día por parte del podemita sobrevenido, está en todas las librerías. ¿Le parece casual el título? Monedero, en tanto que materia gris de todo aquel movimiento –porque Podemos es un movimiento en toda regla–, conoce bien el impacto de emplear la palabra adecuada en el momento justo. Observe la manera en que gestionan sus campañas de propaganda. Antes de nada le ponen nombre y lo difunden para que alcance hasta al adversario, que en el mismo momento empieza a usarlo como si fuera cosa suya. Las categorías con las que se debate hoy en España son esencialmente de corte podemista. Son los puñeteros amos del discurso y nadie les planta cara por la sencilla razón de que no han entendido de qué va la vaina. Cuando ven que la palabra en cuestión está desgastada o es ya objeto de chacota la sustituyen a toda prisa por otra y así hasta que lleguen al poder. Luego seguirán mareando el diccionario hasta fabricar una neolengua como la que ha parido el chavismo en Venezuela, un castellano paralelo en el que las palabras significan lo que quiera el Gobierno que signifiquen. ¿Le suena lo de guerra económica? Pues eso.

Todavía no hemos llegado a interiorizar del todo que ser “enemigo de la gente” es no haber votado a Podemos, pero en ello estamos. Por de pronto hemos de conformarnos con pequeñas incursiones como la de esta semana, en la que el término “gallinero” se ha unido al léxico parlamentario. Errejón, pedante como solo él sabe serlo, fue un poco más lejos y bautizó a los escaños de la cuarta fila como “la montaña”. ¿Y saben para qué tanto lío y tanta tinta desperdiciada? Exacto, para poder sentarse en uno de los escaños con buen plano de cámara desde el que poder ofrecer los ya habituales espectáculos circenses en riguroso directo durante las sesiones de control de los miércoles. Claro, que bien podríamos pararles el golpe valiéndonos de su misma lógica. Tan pronto como detecte que el cuerpo místico del podemismo utiliza este o aquel término aprópieselo y empléelo continuamente, pero esta vez en modo humorístico. Con la risa no pueden, el humor les desespera, especialmente cuando ellos son el objetivo de las burlas. En el preciso instante en el que descuenten que la palabra en cuestión es un lastre se desharán de ella. Eso es lo que sucedió con “casta” y ya ve usted, ahora no se atreverían a pronunciarla ni aunque se pusiesen a hablar del sistema de estratificación social en la India. Las palabras son muy poderosas, mucho más de lo que pensamos, póngalas a jugar a su favor y no en su contra.

 

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