La presión demográfica no parece que vaya a afectar a los precios imponiendo presión a la construcción de nuevas casas.
De todos los tópicos presentes en el debate público español, el más absurdo y el que más nervioso me pone es ése que dice que los jóvenes de ahora serán la primera generación que viva «peor que sus padres». A los que dicen semejante memez, ya tengan 25 o 55 años, los mandaba yo de vuelta al año 79, sin internet y sin Erasmus, sin los billetes de Ryanair para irse de vacaciones como mochilero a Suecia, con la 1 y La2 como única alternativa de ocio al llegar a casa tras el trabajo, sin Amazon ni Zara y con una esperanza de vida de 75 años (ahora rozamos los 83).
En lo único en lo que tiene cierto sentido (y con muchos matices) la queja es en lo que respecta al mercado de la vivienda. Sí, las casas en España son ahora más caras que hace 40 ó 50 años. También ha subido el resto de nuestro nivel de vida, pero los precios de los pisos lo han hecho todavía más. Cuidado, también en este punto hay cierta amnesia nostálgica: ese chaval de 30 años que se queja de que su padre se compró una casa en Madrid a los 27 años se olvida de que su progenitor probablemente había comenzado a trabajar 5-7 años antes que él. Y cuando compara su piso en Sanchinarro o Sanse con el de sus padres, obvia que Arturo Soria, la prolongación de la calle Alcalá o Moratalaz, que ahora le parecen más o menos cercanos al centro, en la década de los 70 estaban más a las afueras (en tiempo necesario para llegar a Sol, en infraestructuras y en sensación de cercanía) que muchos de esos nuevos barrios en los que se siente como un exiliado.
Pero es cierto que los pisos se han encarecido en términos relativos. Por ejemplo, en este análisis de El blog salmón se aseguraba que la vivienda había subido de precio hasta 10 veces lo que le correspondería si aplicásemos el IPC desde los años 70 a 2010. Tras el estallido de la burbuja, los precios se corrigieron algo. Pero siguen siendo elevados en términos históricos: por ejemplo, según este análisis en el blog de Gilmar, el hogar medio español necesitaría siete años de su renta bruta disponible para pagar la vivienda tipo, cuando a mediados de los 80 esa ratio estaba alrededor de tres. Cierto, han caído de precio otros bienes de consumo diario (desde los comestibles hasta los servicios culturales), lo que supone un alivio para el resto de la cesta de la compra, pero los pisos se han encarecido. Más allá de nuestra habitual memoria selectiva, es verdad que dedicamos más proporción de nuestra renta a esta cuestión que hace unas décadas.
Eso sí, no es un problema sólo de España. Buscando datos comparativos para el artículo del pasado fin de semana (sobre si sale más rentable a largo plazo comprar o alquilar), me encontré un interesantísimo informe del National Bureau of Economic Research (NBER) de Kataharina Knoll, Moritz Schularick y Thomas Steger, «No Price Like Home: Global House Prices, 1870-2012«. Estos tipos se han tomado un trabajazo recopilando información sobre el mercado inmobiliario en catorce economías occidentales y durante siglo y medio (por cierto, España no está en la lista). Su principal conclusión se puede resumir con el siguiente gráfico: los precios de la vivienda permanecieron más o menos constantes de 1870 hasta después de la Segunda Guerra Mundial. A partir de ahí, comenzaron un crecimiento que se disparó en los 80 y 90, llegando a una forma casi de palo de hockey. Y es una tendencia que se repite en todas las economías analizadas; en algunos países de forma más acusada, como el Japón de los 70-80 y en otros, como Alemania con una pendiente más suave (de hecho, en el país germano hubo incluso un ligero descenso de los precios desde los años 80 hasta el 2010).
¿Qué ha pasado en los últimos 60-70 años para que un mercado que había permanecido estable en precios se disparase? Porque, además, no hablamos sólo de comienzos del siglo XX, algunas investigaciones apuntan a que, con todas las cautelas que deben ponerse a este tipo de conclusiones, en Europa era más barato comprarse una casa, en términos relativos, en 1900 que en 1200.
Los autores dan algunas posibles razones. Todas ellas interesantes. La primera sería una mejora en la calidad de la vivienda: es decir, una casa ya no es lo que era una casa. Ahora nos ofrece muchos más servicios que antes no proporcionaba y nos permite pasar allí más tiempo y hacer más cosas (desde ocio hasta un lugar para lavar la ropa). Además, está mejor hecha y cumple mejor su función principal, resguardarnos de las inclemencias climatológicas. Tiene sentido que una versión tan mejorada del mismo bien, también cueste un poquito más. El problema: los costes de construcción no han subido y las mejoras que más se notan (desde la electricidad a la calefacción) llegaron en la primera mitad del siglo XX, cuando el precio era estable.
También podría ser, y algo de esto hay, que la vivienda sea eso que los economistas denominan como «un bien superior»: es decir, bienes en los que nos gastamos más proporción de nuestra renta según sube ésta. O por decirlo de otra manera: cuanto más ricos somos, más porcentaje de nuestros ingresos los dedicamos a nuestra casa. Como decimos, parece que sí se puede explicar un poco por este lado de la demanda, pero tampoco mucho.
No, la clave hay que buscarla en otros dos elementos que no sólo nos explican mucho sobre el pasado, sino también nos dan pistas muy interesantes sobre el futuro.
El primero es la revolución del transporte que se vivió a comienzos del siglo XX. Lo autores del paper defienden que por ahí podemos buscar las razones que explican que, en un momento de enorme crecimiento económico y de población, la vivienda mantuviera sus precios. El tren, los coches, el metro… todos ellos hicieron que vivir lejos del centro de las grandes ciudades fuera algo más cómodo, que se pudiera trabajar en Manhattan sin tener que hacinarse en un mini-piso a 15-20 minutos andando de la fábrica o la oficina y que la oferta de suelo para vivienda se multiplicase. La segunda derivada de este fenómemo es que si alguien pretendía imponer precios desorbitados en una zona, había muchas otras opciones donde buscar, porque había nuevas zonas, deshabitadas y con mucho terreno para construir disponibles (y a un tiempo razonable, por esas nuevas formas de transporte).
La segunda razón, no podía ser otra, es el brutal intervencionismo público en el suelo y la normativa sobre edificaciones, que ha convertido nuestras ciudades en semi-museos que no se pueden tocar y en un infierno burocrático para la más mínima obra de reforma. Evidentemente, todo esto no es neutro desde un punto de vista económico. Crea ganadores y perdedores. Los primeros son los propietarios del suelo que, como los teóricos de comienzos del siglo XIX ya advertían (aunque ellos se fijaban más en los terratenientes agrícolas) pueden ir extrayendo cada vez más proporción de las rentas de una sociedad porque poseen, de manera monopolística, un bien muy preciado.
Lo explica Knoll, de forma muy gráfica, en este artículo para el World Economic Forum:
Nuestros resultados tienen implicaciones muy importantes para el debate sobre las tendencias a largo plazo de la distribución del ingreso y la riqueza. Ofrecemos una perspectiva diferente con la que reinterpretar el famoso principio de Ricardo sobre la escasez. Ricardo argumentó que, en el largo plazo, el crecimiento económico beneficiaría a los terratenientes de forma desproporcionada por ser ellos los propietarios del factor fijo. Puesto que la tierra está distribuida de forma muy desigual entre la población, la economía de mercado produciría crecientes niveles de desigualdad.
Escribiendo en el siglo XIX, Ricardo estaba principalmente preocupado con el precio de los terrenos agrícolas y razonaba que el crecimiento de la población empujaría al alza el del maíz y las rentas de la tierra crecerían de forma continua. En el siglo XXI, podemos estar más preocupados con el incremento de la vivienda y del terreno residencial… pero el mecanismo es similar. El declive en los costes de transporte mantuvo el precio del terreno para vivienda estable en la primera mitad del siglo XX. Pero el incremento en la última mitad del siglo podría ser un indicador de que, después de todo, Ricardo podría estar en lo cierto.
El efecto 1950
No conozco a los autores del paper. Leyendo el documento, por las referencias que ofrecen o los artículos referenciados, se intuye a unos economistas preocupados por la desigualdad, en la línea de Piketty. Quiero decir con esto que no hablamos de unos ultra-liberales desaforados, de esos que quieren desregularlo todo (con lo bonito que es regularlo todo) sólo por afición.
Pero eso es lo de menos. Lo principal es preguntarnos qué ha pasado para que todos los efectos positivos que mantuvieron los precios de la vivienda más o menos bajo control durante un período de enorme crecimiento como fue el de 1870-1950 hayan desaparecido.
Aquí hay que decir que es cierto que la revolución del transporte puedo haber agotado su potencial: una cosa es que el metro o el tren te lleven al trabajo desde Connecticut (lo que amplía mucho la oferta de tierra y vivienda para los que trabajan en Manhattan) y otra es vivir a 200 kilómetros de la oficina. Pero hay algo más. Las ciudades occidentales llevan muchos años tratando de encorsetar precisamente lo mejor que tenían, lo que las hizo grandes y lo que disparó su desarrollo: su capacidad de crecer, integrar, innovar… Sí, a veces de forma caótica, pero casi siempre optimista. Yo lo llamo el «efecto 1950», esa idea absurda que dice que no se puede tocar nada anterior a esa fecha y que mira con desconfianza cualquier cosa posterior a la misma. Con la normativa actual sobre edificaciones, nunca se habría construido la Gran Vía madrileña, ni el Ensanche barcelonés… ni Cádiz o La Coruña, que tienen el 99% de sus casas en terreno en el que ahora mismo estaría prohibido construir nada.
La coalición que se ha formado es muy poderosa: por una parte, políticos con un enorme deseo de control-organización-planificación; por la otra, propietarios con interés en que no se construya demasiado allí donde ellos ya tienen su propiedad. Son pequeños monopolistas, extractores de rentas de manual. Y no hablamos de bancos o fondos buitres, los que más presionan en este punto son el señor Pérez y la señora López, que están encantados de que el precio de su vivienda, su principal fuente de patrimonio, siga subiendo. Eso sí, son los mismos políticos y propietarios que luego se quejan de Airbnb o de que sus hijos no puedan comprarse una casa cerca de la suya.
También son los mismos que luego hablan del incremento de la desigualdad, como si éste no tuviera mucho que ver con la unión entre propietario mini-monopolista y el político ultra-regulador de la política de vivienda.
Y un último apunte. En el horizonte se dibuja un elemento perturbador para este orden de cosas. Una enorme amenaza que no está claro cómo afectará a las dinámicas que triunfaron en la segunda mitad del siglo XX. Hablamos del coche autónomo. Por una parte, la posibilidad de tener un coche que te permita no conducir hace, de un día para otro, que la vida en las afueras sea bastante más atractiva. Hablamos de menos atascos y de que el tiempo pasado en el coche pasa de ser un rato perdido a un momento que puede aprovecharse de muchas formas, desde ver una serie a adelantar trabajo (bueno, si el registro horario de Valerio nos dejatrabajar desde el coche, claro). También es posible que ocurra lo contrario, que sea más atractivo vivir en el centro porque las incomodidades habituales (desde aparcar el coche hasta ir al súper) ahora son mucho menos engorrosas. Pero lo que sí parece claro es que puede suponer una revolución en el transporte similar a la que se vivió a finales del XIX y que mantuvo los precios de las viviendas contenidos durante más de medio siglo.
Porque, además, no lo olvidemos, la presión demográfica no parece que vaya a afectar a los precios imponiendo presión a la construcción de nuevas casas. Si acaso, lo hará a la baja, porque no habrá relevo para el baby-boom según vayan falleciendo los nacidos en los 50-60. Por otro lado, también es verdad que las familias cada vez son más pequeñas y que proliferan los hogares unipersonales: lo que quiere decir que, a igualdad de población, necesitamos más viviendas. Y está el fenómeno de las segundas residencias, una demanda que crece con la renta. Por supuesto, no podemos olvidar el papel de los extranjeros: tanto el inmigrante clásico que viene a trabajar como el jubilado europeo que ha decidido retirarse en Estepona o Altea. Todos estos factores influirán en los precios de las viviendas. ¿Cuál será el resultado final? ¿Viviremos otro período largo de estancamiento de su coste o mantendremos la tendencia ascendente del último medio siglo? Es muy complicado saberlo. Lo que sí es cierto es que el poder monopolístico de los propietarios del centro y las trabas políticas a la construcción se intuye que serán menos importantes en el futuro cercano. Habrá alternativas para escaparse de esos momificadores de ciudades. Que, por otro lado, forman una de las tendencias más absurdas de la modernidad. Como explica Edward Glaeser en su fantástico El triunfo de las ciudades:
Durante siglos, la innovación se ha diseminado de persona a persona a lo largo de sus atestadas calles. La propagación del conocimiento de ingeniero a ingeniero, de diseñador a diseñador, de comerciante a comerciante, es la misma dinámica que explica la transmisión de las ideas de pintor a pintor [en la Florencia del Renacimiento]. Y la densidad de población de las ciudades ha estado durante mucho tiempo en el corazón de ese proceso.
El coste de imponer límites al desarrollo de las ciudades es que las áreas protegidas han llegado a ser más caras y exclusivas: barrios protegidos, derechos y normativa ambiental, restricción de alturas y organismos de control forman, todos juntos, una maraña regulatoria que ha hecho cada vez sea más complicado construir.
No tenemos mucha esperanza, pero sería una suerte que nuestros políticos, esos que aseguran que quieren una vivienda asequible y al alcance de toda la población aprendieran la lección: en el último medio siglo, su intervención (por bienintencionada que sea) sólo ha logrado el efecto contrario.