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El prestigio de la violencia

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La violencia política es un hecho diferencial de la ciudad de Barcelona desde hace poco más de un siglo.

Sobre las calles de Barcelona queda un rastro de cascotes. Los contenedores de basura, que recogen los desperdicios de la civilización, están fuera de lugar. Otros despojos de la sociedad los han utilizado para formar barricadas. Las tiendas, epítome de una vida de convivencia y progreso, cerradas. Sobre algunas de ellas se ciernen los gudaris para llevarse una televisión, o unas zapatillas. Las marquesinas están destrozadas. Sobre el blanco de la señalización se tiende un manto de negra ceniza. Son el rastro del fuego que prendieron los nacionalistas en la ciudad. La violencia también ha dejado huella en sus elementos más frágiles, que son las personas. Hay ya decenas de heridos.

Todo ello es previsible como lo es un nuevo amanecer. La violencia política es el corolario de la ideología nacionalista, y se cumple como la constante aceleración entre dos cuerpos por efecto de la gravedad. No sólo es previsible, sino que hay quien la había previsto.

La última ratio del Estado es la violencia. Es el hecho que explica y sostiene la maquinaria del Estado, la pura y desnuda violencia. Una violencia que se ejerce, claro está, con voluntad monopolista, como señaló agudamente el sociólogo Max Weber. Por otro lado, el Estado ha ido cooptando el derecho hasta hacerlo prácticamente suyo. Y, también aquí, la última ratio del derecho es la violencia. ¿Qué quiere decir eso? Que para subvertir un Estado, incluso uno que opere bajo el manto del Derecho, hay que recurrir a la violencia. Siempre. No hay excepción a esta ley inexorable.

Lo que no está escrito es cuanta violencia sea necesaria para lograr el objetivo final. Quim Torra, precipitado del nacionalismo catalán actual, ha propuesto como solución una guerra al estilo de Eslovenia: semana y media de luchas, 300 heridos y 60 muertos. A ser posible alguno propio para poder exaltarles como héroes nacionales. Torra sitúa la cuestión en sus justos términos, los de una guerra. Pero parece ignorar que las guerras no se pueden planificar. La Primer Guerra Mundial iba a terminar para las Navidades de 1914, y la Guerra Civil Española iba a ser un golpe de Estado que habría de resolverse en uno o dos días.

Con la violencia ocurre como con el fuego, no se sabe de antemano cuál va a ser su efectividad. Hay al menos tres factores que explican que varios grupos organizados hayan sembrado el caos en Barcelona. Uno de ellos es estrictamente político. En realidad, el Estado es objeto de despojo entre los nacionalistas, Podemos y el Partido Socialista. El PSOE ha asumido que no defiende a España, pero le queda con ella el vínculo que tiene con el Estado. Está dispuesto a trocearlo y venderlo por partes, si del acuerdo va a resultar un pacto político que le asegure una situación de práctica permanencia en el poder. Por otro lado, en una España desgajada no está asegurada la pervivencia del PSOE.

Los socialistas tienen otros motivos para matar un poco el Estado del que viven. Con dos bloques prácticamente iguales, a izquierda y derecha, el que forman los nacionalistas está abocado a decidir las mayorías políticas con gran frecuencia. Luego hay otros dos motivos que tienen que ver estrictamente con la imagen que tiene la violencia en la sociedad. Parecen contradictorios, pero conviven sin problemas, y se refuerzan.

El primero de ellos es la proscripción de la violencia. Hemos condenado todo tipo de violencia, incluso en los signos más alejados de su ejercicio real. Prohibimos a los niños jugar con pistolas. Confundimos la ficción de un niño con la realidad como si fuésemos psicóticos. Y toda manifestación de la violencia, aunque sea simbólica, queda proscrita. Es una proscripción ritual, es un tabú, un cortocircuito de la razón que apela directamente a miedos ancestrales. Contrariamente a lo que pueda pensarse, esta proscripción favorece la violencia, porque impide, o dificulta, un uso racional de la misma. Como cuando se utiliza, por ejemplo, para luchar contra el crimen. Por esta vía, la proscripción de la violencia favorece que ésta se reproduzca, porque pone freno a su uso racional para proteger los derechos de todos frente a los criminales.

El otro es el prestigio de la violencia. Lo tiene. Esta cultura omnívora lo digiere todo, y convierte en referencias desde el galán de cine al revolucionario. Hemos aceptado la revuelta violenta contra la sociedad actual como parte de nuestro paisaje vital. Volvamos sobre la sociedad todas nuestras frustraciones y a algunos les satisface ver que alguien se venga por él o ella.

La violencia política quizás no sea un hecho diferencial catalán, pero desde luego sí lo es de la ciudad de Barcelona, desde hace poco más de un siglo. Y forma parte del mito de la ciudad.

Pero todo eso, todo, acababa el día en que el Gobierno tomase la decisión de restaurar el orden.

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