Dice el ministro de Economía, Luis de Guindos, que España no es inmune a la ralentización de la Eurozona: que ése, el parón de nuestros socios monetarios, es el principal riesgo que afronta nuestro país. Las declaraciones son remarcables porque suponen el primer jarro de agua fría que el propio Gobierno lanza sobre su habitualmente desaforado broteverdismo, o más bien sobre su apadrinado raizvigorosismo.
Pero, a diferencia de lo que llega a reconocer Luis de Guindos, el principal problema del estancamiento comunitario no es que el crecimiento español vaya a sufrir: el principal problema es que, por mucho que lo niegue el ministro de Economía, todavía no hemos corregido la mayoría de nuestros desequilibrios domésticos, por lo que un frenazo de nuestras perspectivas de expansión podría degenerar en un mazazo multiplicado sobre nuestra estabilidad financiera.
A la postre, una economía con un déficit del 6% del PIB, una deuda pública del 100%, un inexistente superávit por cuenta corriente, una deuda exterior del 100% y una tasa de paro del 24% constituye un cóctel absolutamente letal: no sólo nuestra expansiva deuda se antoja cada vez menos pagadera, sino que además los factores productivos que deberían estar generando riqueza para poder empezar a amortizarla se hallan desempleados. Es verdad que algunos de nuestros desequilibrios sí se han corregido en parte (el precio de la vivienda está mucho menos inflado que en 2007, el endeudamiento de familias y empresas ha experimentado un intenso proceso de saneamiento y la solvencia de nuestras entidades financieras, aun a costa de saquear a los contribuyentes, ha mejorado durante los últimos años), pero la parcial corrección de tales desequilibrios no basta para que el país vuelva a ser viable.
Así, las dos únicas razones por las que "los mercados" han venido echando ingentes cantidades de capital en la refinanciación de nuestros pasivos (hasta el punto de que los tipos de interés de la deuda pública española se hallan en mínimos históricos) han sido, por un lado, el rescate por la puerta de atrás que Mario Draghi orquestó en julio de 2012 y, por otro, las progresivamente mejores perspectivas de crecimiento de la economía española. Ahora, Luis de Guindos nos informa de que uno de estos dos pilares puede empezar a tambalearse, lo que podría obligar a redoblar la apuesta del BCE para apuntalar el otro (entiéndanse los recientes movimientos de Draghi en ese sentido), tensando la paciencia de los gobernantes alemanes… o, mejor dicho, de la opinión pública alemana (que eventualmente podría terminar diciendo basta).
No es una predicción de lo que va a suceder –los economistas no somos oráculos–, pero sí es una advertencia de lo que podría terminar sucediendo. Desde que buena parte de los españoles se contagiaron del optimismo raizvigorosista del Gobierno, unos pocos hemos venido alertando de que los desequilibrios de la economía española estaban muy lejos de haberse remediado y que, mientras tanto, los riesgos de una recaída al estilo de la vivida en 2012 seguían presentes.
El propósito de tales advertencias no era el de adoptar una antipática pose de Pepito Grillo cenizo, sino evitar caer en una autocomplaciente parálisis: que el BCE nos hubiese sacado de la quiebra en 2012 y que, en consecuencia, iniciáramos una etapa de rebote no significaba que el déficit público hubiese dejado de ser un problema, que nuestro mercado de trabajo se hubiese liberado de sus tradicionales rigideces, que no padeciéramos una pertinaz carestía de ahorro o que mágicamente los sectores regulatoriamente oligopolizados se hubiesen abierto a la competencia. En suma, nada de lo anterior significaba que el tiempo y la necesidad de las reformas hubiesen terminado: al contrario, sólo significaba que desde fuera nos habían dado más tiempo para hacer las reformas que previamente nos habíamos negado a hacer.
Pero Rajoy, al igual que Zapatero, optó por dormirse en los laureles de la burbuja de la financiación barata. Cuando la prima de riesgo dejó de alertar del desastre inminente, la reducción del gasto y las liberalizaciones desaparecieron de su agenda. Más bien al revés: tanto el Gobierno nacional como los autonómicos se embarcaron en un irresponsable populismo fiscal orientado a la caza de votos.
Que el ministro De Guindos nos informe ahora de que el crecimiento español se verá necesariamente lastrado por el estancamiento comunitario es un problema no tanto por las décimas de expansión del PIB que dejemos de contabilizar cuanto por la fragilidad que sigue caracterizando a nuestra economía debido a la total ausencia de reformas orientadas a subsanar sus desequilibrios. Nuestro principal factor de riesgo, pues, no viene de fuera, sino de dentro: de un Gobierno que se ha negado a aprovechar los últimos dos años de estabilidad financiera para efectuar con sosiego pero sin freno los ajustes que seguimos necesitando con urgencia. Si volvieran a pintar bastos, las culpas no habría que echárselas a la gripada locomotora europea, sino al dontancredismo de La Moncloa.