El espíritu norcoreano que imprime el nacionalismo hace que el individuo se subsuma en grandes demostraciones colectivas.
¿Qué va a pasar este domingo? Y, sobre todo, ¿qué ocurrirá después? Para situarnos, lo primero que tenemos que tener claro es que el asunto del que todo el mundo habla, el referéndum, es lo menos importante. Nunca se trató de celebrar un referéndum ni de esperar a sus resultados, ni de que éste se celebre de forma pactada o “con garantías” o sin ellas. ¿No hay censo? No importa. ¿El número de votos es de menos de la mitad o de un tercio de los potenciales votantes? Da igual. ¿Las urnas son opacas? Bien está. ¿No está recogido por la Constitución y las leyes? ¿Toda instancia lo ha declarado ilegal? No se trataba de eso. ¿La Unión Europea, y la Comisión, no saben ya cómo decir que una Cataluña arrancada de España sería un tercer Estado? Pasa página. ¿El gobierno y el conjunto de la sociedad española han mostrado su desacuerdo? Tampoco importa. ¿La mayoría de la sociedad catalana considera que esta no es la forma de hacer las cosas? No es ella la que cuenta.
El referéndum es una mera representación, un teatrillo que sirve al gobierno sedicioso de Puigdemont para varios objetivos: Primero, mostrar que es el pueblo catalán quien decide sobre la secesión, en contra de la historia, de las leyes, y del sursum corda. Dos, vestir su decisión, la de unos cuantos que no son la mayoría de catalanes, de democracia. Tres, provocar un enfrentamiento dentro de las instituciones españolas para salirse con la suya o para alimentar el victimismo si tienen la suerte de que un joven pierda la vida en un choque contra las fuerzas del orden. Y para vestir el cumplimiento de la ley de opresión. Pero ni las condiciones ni el resultado es relevante. Los secesionistas lo han dejado muy claro en la llamada Ley de Transitoriedad, que dice que si no hay un referéndum sin oposición, declararán la secesión “de forma unilateral”. Como si hubiera otra.
Hay otro objetivo fundamental de este teatro, el cuarto, que es movilizar a las bases. Hay una mancha en el hombre, un genio antiguo y perverso que hemos reprimido de forma brutal a base de siglos de civilización, que es el tribalismo. El nacionalismo se basa en esa llamada atávica, a la que también hemos llamado xenofobia, cuando no racismo. Nosotros somos diferentes y, por supuesto, mejores. Cuando liberamos al genio con esos discursos, un tercio de la población, si no más, siente cómo arde el fuego de sus instintos, y los libera al son del líder del momento. Al hacerlo, sienten una euforia irrefrenable. El espíritu norcoreano que imprime el nacionalismo hace que el individuo se subsuma en grandes demostraciones colectivas. Subsumíos en una formación de flecha. Ocupad los colegios durante el fin de semana. Señalad a quienes no sean como nosotros. Obedientes, sumisos, siguen las indicaciones del caudillo. Y esto forma parte de lo que vamos a ver el fin de semana y los días venideros.
El lunes veremos una declaración institucional, con toda la solemnidad que permite el hecho de que sea Puigdemont quien la haga, en la que se proclama la independencia de Cataluña, y muy probablemente la convocatoria inmediata de nuevas elecciones en Cataluña, no ya autonómicas sino nacionales. Volveremos al enfrentamiento dentro de las instituciones españolas. Y nos olvidaremos del referéndum, que sólo tuvo la importancia del pistoletazo de salida, con fuego real, y dirigido contra toda la oposición al nacionalismo.
El conflicto entre instituciones españolas va a continuar. Unos van a querer secuestrar una parte a costa del resto. Y el Gobierno, incluso el de Mariano Rajoy, no va a tener más remedio que impedirlo. Para hacerlo, primero tendrá que demostrar la fuerza, que es el último garante de la ley. Y luego tendrá que asumir, contra el criterio del PSOE, el control de las instituciones de la Generalitat. Después de haberla abandonado, el Estado tendrá que reaparecer en Cataluña.