Los prejuicios y sesgos ideológicos de cada individuo parecen ser muy relevantes a la hora de juzgar la bondad de una política determinada.
A pesar de ello, al menos de cara a la galería, nos consideramos personas críticas, de pensamiento independiente, abiertas a nuevas evidencias e interesadas en el bien común. Y es que ya se sabe, del dicho al hecho va un trecho: decimos maravillas de nosotros mismos, pero luego nuestras acciones no suelen reflejar lo mismo.
Por esto, no es de extrañar que la gente tenga "romances" –una opinión o actitud positiva que bebe más de las emociones que de la razón y las evidencias– hacia determinadas instituciones o políticas. Uno de éstos puede ser el romance con el Estado, que explicaría en parte la atracción y simpatía que la gente siente hacia el intervencionismo estatal.
Pero en el que me quiero centrar es en el de la "ayuda externa" como factor de estímulo al desarrollo de los países más pobres del mundo desde las naciones ricas. Para la mayoría de la gente, es simplemente obvio y evidente que esta ayuda externa es positiva y que "cuanta más, mejor".
Economistas "competentes" llegan a afirmar cosas como que "siempre que se realiza una inyección de ayuda desde el exterior es beneficioso para el país receptor de la ayuda". Otros, como el gurú de los microcréditos Muhammad Yunus –para algunos poco más que un farsante simpático– apuntan que con todo el dinero empleado en las guerras modernas habríamos podido acabar hace mucho tiempo con la pobreza.
Organizaciones que, como Cáritas, realizan tareas de gran valor en ayuda de los más necesitados tanto en España como en otros países, también caen en esta actitud acrítica hacia la ayuda externa. Así, en una nota de prensa de mayo con motivo de los recortes presupuestarios del Gobierno, afirmaban que "es inadmisible que se recorte la ayuda a proyectos de desarrollo en países empobrecidos cuando la vida de las personas depende a menudo de esa ayuda".
Con esta afirmación, se da por hecho que toda ayuda externa redundará en un mayor bienestar de la población receptora de la misma. Se pasa por alto la posibilidad (mejor dicho, la cruda realidad que muestran los datos) de que esos recursos puedan fortalecer a ejecutivos tiránicos y corruptos, obstaculizando así posibles reformas o cambios de gobierno; o que existan problemas de incentivos e información de donantes y receptores que dificulten la eficacia de la ayuda externa para reducir la pobreza, y se convierta ésta o en una actividad lucrativa para ciertos grupos de intereses o en un fomento de políticas irresponsables.
Como con otras expresiones, el caso de la "ayuda externa" es un ejemplo de cómo el lenguaje puede resultar realmente útil y sesgado: ¿cómo puedes estar en contra de ayudar?
Pero, como deberíamos saber, las buenas intenciones no bastan para ayudar. Hace falta que nos fijemos más en los hechos… y tengamos cuidado con nuestros romances.