Este aniversario es, además, redondo. 2008 fue bisiesto, adelantando de este modo un año la coincidencia de los días del mes con los de la semana. Así, el fatídico 11-M ha vuelto a caer en jueves, el lluvioso 12-M en viernes, el miserable 13-M en sábado y la victoria electoral en domingo. Es una coincidencia que carece de importancia real pero no de cierto simbolismo que todos, aunque algunos lo nieguen, hemos sabido apreciar.
Aquellos cuatro días de marzo marcaron un punto de inflexión en la Historia de España. El gobernante electo, un culiparlante de León del que nadie tenía referencias, imprimió a partir de ese momento –y de una forma deliberada– un cambio de rumbo que hoy, un sexenio después, se verifica en casi todos los aspectos de la vida pública. Zapatero, que había sido motejado como el Sagasta de Aznar, traía un programa de metamorfosis nacional que, sin descanso y surfeando sobre la ola de demagogia que rompió frente a la sede del PP la tarde del 13-M, ha aplicado punto por punto y coma por coma.
Su desenfreno legislativo, su pose de iluminado y sus enfermizas ansias por transformar una realidad que no satisfacía sus prejuicios de pequeñoburgués provinciano, nos han llevado a la situación actual, con el país cogido por alfileres y la respiración contenida por el tsunami económico que, sí o sí, nos va a arrasar en cuanto levantemos la cabeza. A excepción de los artistas de la ceja, de Teddy Bautista y de la madre de Leire Pajín, hoy nadie está a gusto en España. Los unos porque la revolución de las luces, –las luses, que diría Bibiana Aído– apadrinada por el Gobierno no ha llegado lo suficientemente lejos. Otros porque se han roto demasiados melones sin saber muy bien qué iba a hacerse después con ellos.
En el sexto año triunfal todos, menos los que chupan del bote, tienen su agravio. La izquierda porque, a pesar de todo, el capitalismo vivaquea y los socialistas, lejos de asaltar el Palacio de Invierno, se han apuntado a la juerga de vestir de Armani, volar en primera y presumir de peluco suizo. La derecha porque, avergonzada de sí misma, es objeto de mofa, befa y escarnio público. Los nacionalistas, los vascos, los catalanes y hasta los que aseguran vestidos de jotero que Castilla es más nación que nadie, siguen sin poder subirse al balcón del ayuntamiento para proclamar la independencia de su taifa. Éste es el resultado de gobernar con el estómago y no con la cabeza pensando que España, más que un grupo de individuos que se dedican a sus cosas, es una caseta de la feria de Sevilla donde, aunque se cambien los farolillos, la fiesta nunca decae.