Lo único que importa a partir de ahora es el sexo de agresor y víctima.
Ya no hay dudas. El Tribunal Supremo (TS) acaba de blindar la desigualdad ante la ley por razón de sexo, vulnerando así uno de los principios esenciales del estado de derecho y, por tanto, del mundo civilizado. En una sentencia publicada el pasado martes, el Pleno de la Sala Segunda del Alto Tribunal concluye que todos los actos de violencia que ejerce el hombre sobre la mujer, siempre y cuando sean pareja o expareja, «constituyen actos de poder y superioridad frente a ella con independencia de cuál sea la motivación o intencionalidad», de modo que serán calificados como»violencia de género» y, por tanto, deberá aplicarse una pena mayor de la que le correspondería en caso de que fuese mujer.
El caso en cuestión hace referencia a una pelea protagonizada por una pareja en Zaragoza a finales de 2017, cuando, al salir de una discoteca, empezaron a discutir porque no se ponían de acuerdo sobre el momento de irse a casa, llegando a agredirse mutuamente. En un primer momento, ella le propinó un «puñetazo en el rostro», él respondió mediante un «tortazo con la mano abierta en la cara», y, a continuación, ella replicó con una «patada», sin que constaran lesiones -no hizo falta atención médica- y sin que ninguno de los dos denunciara al otro.
Ambos fueron absueltos del delito de maltrato de obra (sin lesión) en dos ocasiones al entender los tribunales que se trató de un agresión recíproca y puntual (lo que antes se conocía como «falta») y sin mayor trascendencia, puesto que no se interpuso denuncia, pero el Ministerio Fiscal recurrió al Supremo y éste ha terminado fallando que no, que el hombre ha de ser condenado a seis meses de prisión (violencia de género, según art. 153.1 del Código Penal), mientras que la mujer recibe una pena de tres meses (violencia familiar, según art. 153.2). Es decir, mismos hechos, pero condenas diferentes. ¿Por qué? Pues, simplemente, porque, según el criterio que fija ahora el TS, «cualquier agresión de un hombre a una mujer en la relación de pareja o expareja es hecho constitutivo de violencia de género», de modo que el condenado es merecedor de un castigo mayor por el mero hecho de ser hombre, tal y como estipula la Ley de Violencia de Género, sea cuál sea el motivo -a excepción, quizás, de la legítima defensa- y sin necesidad de prueba o justificación adicional.
Basta con que un hombre agreda levemente -desde insultos hasta empujones o golpes que no requieran asistencia médica- a una mujer (pareja o expareja) para ser condenado como «maltratador» y recibir dicha pena agravada, con independencia de que se trate de una riña puntual o una agresión recíproca como la citada, ajenas completamente a lo que el común de los mortales entiende como una relación tóxica de dominación, en la que él somete, humilla o subyuga de cualquier forma a la fémina. Así pues, el factor determinante aquí para la condena no es el delito en sí (lesión leve) ni la intencionalidad del mismo (respuesta a una agresión previa en igualdad de condiciones, sin necesidad de probar siquiera un comportamiento de dominación), sino el sexo del agresor (hombre) y la agredida (mujer), cayendo así en un derecho penal de autor que, se mire por donde se mire, vulnera el artículo 14 de la Constitución.
Artículo 14: Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.
Las claves de la Ley de Violencia de Género
Esto, que hoy tantos ven como una evidente aberración jurídica, no es más que la consecuencia lógica de la aprobación de la ya conocida Ley de Violencia de Género en 2004, impulsada entonces por el PSOE, pero aplaudida de forma irresponsable y, sobre todo, cobarde por el resto de fuerzas políticas. Dicho engendro introdujo tres novedades, a cada cual peor.
- Asimetría penal: el hombre recibe un castigo mayor que la mujer por el mismo delito.
- Violencia «estructural»: esa diferencia de penas se justifica porque, según el feminismo imperante, la violencia del hombre hacia la mujer no es un acto aislado y específico, sino estructural. La responsabilidad no es del individuo, sino de la sociedad en su conjunto y, más concretamente, del colectivo masculino por la cultura opresora (heteropatriarcal) que ha impuesto a lo largo del tiempo. Por ello, la ley empieza diciendo que «la violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad [entre hombres y mujeres] existente en nuestra sociedad».
- Intencionalidad: pero como todo lo anterior constituía una violación clamorosa de la igualdad ante la ley, hasta el punto de que el texto podría resultar inconstitucional, los legisladores dotaron a la violencia de género de una intencionalidad específica (dominar a la mujer). Es decir, por entonces se insistía en que no se castigaba más al hombre por el mero hecho de ser hombre, sino en función de esa específica motivación machista del agresor, razón por la cual, de forma incomprensible, logró pasar el filtro del Tribunal Constitucional.
Artículo 1.1: La presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia.
El problema, sin embargo, es que, por un lado, esa intencionalidad es muy difícil de probar en la práctica, ya que alude a la personalidad «machista» del agresor (algo subjetivo) en lugar de basarse en los hechos probados de forma objetiva (el tipo de agresión o el sometimiento específico que sufre la víctima) para determinar la culpabilidad del sujeto. Y, por otro, la redacción es tan ambigua que ha dado lugar a diferentes interpretaciones por parte de los tribunales. No en vano, ¿cuándo se entiende que una agresión es una «manifestación» de las «relaciones de poder» de todos los hombres sobre las mujeres, en general? Dependerá, en muchas ocasiones, de la visión personal del juez.
Y eso es, precisamente, lo que ha sucedido en los últimos años. Algunos tribunales exigían demostrar a la acusación ese elemento de «dominación» o «machismo» por parte del agresor en cuestión para calificar el delito como «violencia de género», con la consiguiente pena agravada. Pero otros muchos han dado por supuesta esa intencionalidad de inicio, al considerar que toda agresión es fruto de la citada «violencia estructural» (del colectivo masculino al femenino, en general), de modo que es el hombre quien tiene que demostrar que no concurrió ese ánimo de «dominación», revirtiéndose con ello la carga de la prueba (tiene que demostrar su inocencia).
Tal ha sido la polémica jurídica que el Observatorio contra la Violencia de Género del Poder Judicial demandó en 2016 modificar el artículo 1 de la ley para «suprimir la exigencia del elemento intencional de dominación o machismo en la conducta del autor». Es decir, da igual si la agresión se produce con el fin de dominar, humillar o discriminar a la mujer, sino que bastaría con el hecho de golpearla o maltratarla, sea cual sea su intención, para calificarlo como «violencia de género». Y esto es, precisamente, lo que acaba de hacer el Supremo sin necesidad de cambiar la ley: la intencionalidad de la agresión deja de valorarse como prueba en el juicio. Lo único que importa a partir de ahora es el sexo de agresor y víctima. Si es hombres es «violencia de género» (pena mayor), mientras que si es mujer es «violencia familiar» (pena menor). La desigualdad ante la ley acaba de ser blindada por la puerta grande.
«Maltratador» por ser hombre
Y lo más grave es que se aplica de forma automática, sin ningún tipo de limitaciones, de ahí que la sentencia haya llamado tanto la atención. Entre otras perlas, el TS dictamina lo siguiente:
- Los actos de violencia que ejerce el hombre sobre la mujer con ocasión de una relación afectiva de pareja constituyen «actos de poder y superioridad frente a ella con independencia de cuál sea la motivación o la intencionalidad».
- Cualquier agresión de un hombre a una mujer en la relación de pareja o expareja es «hecho constitutivo de violencia de género», ya que el componente «machista» hay que buscarlo en la sociedad, no en el ánimo o intencionalidad concreta del acusado.
- «La situación en concreto de mayor o menor desigualdad es irrelevante. Lo básico es el contexto sociológico de desequilibrio en las relaciones», aunque «el autor tenga unas acreditadas convicciones sobre la esencial igualdad entre varón y mujer». Es decir, la clave no radica en el «machismo» del agresor, sino de la sociedad (violencia estructural).
- No existe base ni argumento legal para degradar a un delito leve una agresión mutua entre hombre y mujer que sean pareja o expareja, ya que «no es preciso acreditar una específica intención machista debido a que cuando el hombre agrede a la mujer ya es por sí mismo un acto de violencia de género con connotaciones de poder y machismo».
- Si hay agresión mutua, como en este caso, ambos deben ser condenados: por violencia de género el hombre y familiar la mujer.
¿Conclusión? Todo hombre que agreda a una mujer es «maltratador» por el mero hecho de ser hombre. En realidad, esta interpretación es la consecuencia lógica de la Ley de Violencia de Género, puesto que su razón de ser no es otra que vulnerar el sagrado precepto de igualdad ante la ley castigando más al hombre por razón de su sexo.
Cuatro de los catorce magistrados del Pleno del TS se han mostrado contrarios a la sentencia, emitiendo un voto particular donde advierten de que este criterio vulnera tanto el artículo 14 de la Constitución (el único factor de juicio es el sexo) como la presunción de inocencia (es el acusado el que, en todo caso, tendría que probar la inexistencia de «machismo opresor») y el principio de culpabilidad (el responsable no es el agresor, sino el colectivo masculino en su conjunto).