Pero, por más que se han hecho todo tipo de intentos para precisar cuáles sean las “necesidades básicas”, siempre han tropezado, metidos en faena, que la lista se les escapaba de las manos como la arena de la playa. Pero si hay una marca de la pobreza clásica y en la que podemos coincidir, esa es la del hambre.
En los 30’, el liberalismo cayó en desgracia y con él todos sus logros, vistos entonces como maldiciones: el laissez faire y la cooperación económica internacional. Las botas del socialismo y del nacionalismo pisotearon las libertades de millones de personas. Se desintegró la división del trabajo internacional y se revivió el mercantilismo del Antiguo Régimen, presentado como último logro de la humanidad. Pero, tras la II Guerra Mundial, se comenzó a desandar lo andado, a recuperar la fe en el comercio internacional, en la cooperación involuntaria pero virtuosa y feraz. A partir de los 70’, con la incorporación de Asia a ese mercado que rompe las fronteras, se aceleró esa integración que hemos llamado globalización.
El crecimiento es caprichoso, sí, pero siempre se acompaña de la división del trabajo, y cuanto más profunda y compleja sea, mejor. Por eso la globalización ha regado de bendiciones económicas áreas inmensas de la tierra, en las que la pobreza y sus marcas han ido remitiendo. Y, entre ellas, está el hambre. En 1970, un 37 por ciento de la población de los países en desarrollo padecían hambre. Dos décadas después, un 20 por ciento, y en 2010, las previsiones apuntaban a un 12. Los visionarios hablaban ya de la erradicación de la pobreza, y los miserables creaban grandes planes desde los gobiernos, para apuntarse un tanto al que en nada han contribuido. Robar y matar, las dos tareas clásicas de los Gobiernos, no dan de comer a los pobres. Producir y comerciar, sí.
Resulta dramático, pero los más débiles tienen más enemigos que los poderosos. Entre los muchos y muy prestigiosos enemigos de los pobres sobresalen los ecologistas, que ven a los hombres no como seres creativos y racionales, sino como depredadores de la naturaleza, ante la cual hay que sacrificar el bienestar de las personas, cuando no su misma supervivencia. ¿Qué hay que encontrar una alternativa al petróleo? Vengan los biocombustibles, esa comida robada a los platos para quemarla en los coches. Como el mercado sale en defensa de los hambrientos, expulsando a los biocombustibles por sus precios desmesurados, ha salido el Estado en su rescate con subvenciones de dimensiones planetarias.
El resultado lo podría haber predicho un niño: escasez de alimentos, desabastecimiento, precios altos… y el retorno del hambre. El ecologismo tiene hambre de hambre, y es insaciable. No sabemos qué será lo próximo.