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El virus francés

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 Aunque tuvo escasa vigencia en España, llegamos a exportarla en la primera mitad del siglo XIX. Este lunes se cumplen 200 años de su proclamación, y a los liberales de hoy nos toca pagarle el homenaje correspondiente a aquéllos hombres que quisieron reconstruir la nación, aherrojada por los franceses, apelando a las libertades que pertenecen a la persona y que no se habían reconocido plenamente.

Pero yo creo que debiéramos reconocer que aquéllas cortes, y la Constitución que alumbraron, constituyeron un inmenso error. A aquéllos hombres, que todavía nombran nuestras calles y plazas, no se les puede negar su patriotismo, e incluso su heroísmo. Se negaron a entregarse al invasor y se propusieron aprovechar aquél peligroso trance para que la España que saliese de él fuera mejor que la que habían heredado. Pero su efecto sobre la política española a largo plazo ha sido muy negativo.

Introdujeron la soberanía nacional, una idea engañosa que en el nombre de la voluntad del pueblo le otorga al Estado el poder absoluto para decidir sobre nuestra vida. Soberanía nacional o soberanía del individuo. La segunda no llega más que hasta donde se asiente la primera. Coronada por el prestigio de la democracia, la soberanía nacional es prácticamente ilimitada. Hoy nos parece normal que el Estado decida por nosotros sobre asuntos que nos atañen en exclusiva, como lo que consumimos o la educación que le daremos a nuestros hijos.

Pero hay un cambio más sutil, pero quizás más brutal, que fue introducido por la Constitución de 1812, y es la idea de que un papel escrito por unas personalidades ilustres y en el que se expresan ideas reconocibles por muchos, puede cambiar todo el sistema político. Así, todo es mudable. Nada es fijo. Liberado del peso de la tradición, el sistema político puede encaminarse hacia la reconstrucción plena de la sociedad, sin que nada le detenga. De 1812 a 1931 sólo hay un paso.

Con La Pepa dimos varios pasos adelante, muy importantes, como el reconocimiento de varias libertades, como la de la imprenta o algunas otras de carácter económico. Pero al concederle al Estado la facultad de otorgarnos libertades, también le dimos la facultad de retirárnoslas. Había ya una Constitución española, acervo de usos e instituciones heredados de antiguo. Debía ser modificada, modernizada, reformada, para un mayor reconocimiento de los derechos de los españoles. Pero nos dejamos inocular el virus francés de la soberanía nacional y de la voluntad general, con el corolario de que nuestros derechos no tienen más consistencia que la plastilina en las manos de los políticos.

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